martes, 11 de septiembre de 2012

LECTURAS DEL RINCON

LEYENDAS DE GUERRERO


 

EL FRAILE Y EL ALACRÁN



Don Lorenzo de Baena vivía feliz en México, donde sus riquezas eran considerables y nunca dejaban de aumentar, ya que apenas ponía sus miras en un nuevo negocio cuando éste se tornaba floreciente, aunque hasta aquel momento sólo hubiese acarreado sinsabores. Si a don Lorenzo se le ocurría traer un barco cargado de crujientes sedas de China, no parecía sino que todas las damas de la ciudad se ponían de acuerdo para comprarlas, y así  sucedía, que, aún sin proponérselo, llegaba a triplicar sus ganancias.

Vivía don Lorenzo feliz en una señorial y amplia casa con su esposa doña Catalina y con su hijo, un esbelto mocetón que empezaba a ayudarle en sus numerosos negocios. Pero, a pesar de sus muchas riquezas, su vida era sencilla, apropiada a su carácter bondadoso. Nadie, ni sus más íntimos, habían visto nunca irritado a don Lorenzo. Una tarde, mientras daba a su hijo Jorge últimas disposiciones sobre un cargamento de plata que éste iba a conducir hacia otras provincias, un criado entró a comunicarle la visita de unos mercaderes. Poco después éstos se encontraban ante él sin atreverse a hablar:

– Vamos, decidme lo que deseáis – les animó don Lorenzo.

Pero ellos apenas podían levantar la vista del suelo. Por fin, uno se decidió:

– Don Lorenzo, le traemos una mala noticia. Tan mala, que casi no nos atrevemos a dársela.
– Vamos, decídmela.
– Pues verá; el barco de los perileros que vuestra merced compró, se ha hundido con todo su cargamento. Apenas si nos hemos podido salvar algunos hombres de los que allí íbamos.

Don Lorenzo permaneció unos momentos callado. La noticia, efectivamente, era capaz de llenar de desesperación a otro hombre que no fuese del temple moral de él, pues el cargamento que traía el barco había costado muchos miles de pesos. Sin embargo, don Lorenzo supo sobreponerse a este infortunio y en los días siguientes continuó trabajando en sus negocios con el ánimo levantado, pues ponía en Dios toda su confianza. Poco después estaban terminados los preparativos del convoy cargado de plata que salió de México mandado por Jorge, su hijo. En el mismo día, como si los malos acontecimientos empezaran a sucederse, supo don Lorenzo que un barco suyo,  cargado con sedas de la China que iba hacia el Perú donde ya tenía casi concertada su venta, había sido apresado por los piratas. Este nuevo revés de su fortuna causó impresión en el ánimo de don Lorenzo, pero su profundo sentido cristiano supo sobreponerse y siguió animoso, ofreciéndole a Dios los malos momentos de su vida y pidiéndole que le diese fuerzas para saberse resignar.
Desde entonces, los días empezaron a transcurrir lentamente para don Lorenzo. Hasta que llegaron aquellos desastres, como todas las cosas le habían salido bien, no había sentido nunca temor alguno al emprenderlas; pero ahora, la idea de que a su hijo, que, por primera vez iba al frente de un convoy y había de pasar por tierras peligrosas, le pudiese suceder alguna desgracia, le traía desasosegado. Su vida, aparentemente, continuaba en la misma tranquilidad de antes, pero un pequeño sobresalto asomaba a sus ojos cada vez que le traían alguna novedad.

Por fin, una mañana llegó un  hombre con noticias del convoy. Don Lorenzo salió apresurado a recibirle:

– Dígame, ¿salió todo bien? ¿Llegó el convoy a su destino con toda la plata?
– No, don Lorenzo – contestó el mensajero–. Los indios... – Y el pobre hombre no acertaba a decir ni una palabra más.
– Pero, ¿ y mi hijo? – preguntó don Lorenzo.
– Los indios – seguía balbuciente el mensajero – nos atacaron... No se pudo salvar nada...
– ¿Y mi hijo? Dígame la verdad –  repetía don Lorenzo incesantemente, no queriendo dar crédito al silencio del mensajero.
– ¿Es que ha muerto mi hijo? – volvió a preguntar.
– Sí, don Lorenzo – contestó aquél mansamente–. Los indios eran fieros y bárbaros. No pudimos hacer nada por librar a don Jorge.

Por un instante pareció que don Lorenzo iba a enloquecer; después se abatió resignadamente y como otro Job, ofreció a Dios su enorme sacrificio.
Desde que doña Catalina supo lo ocurrido comenzó a vagar de un lado para otro del viejo caserón, ajena a lo que a su alrededor sucedía. Sus energías fuéronse apagando lentamente y la tristeza le arrebató la vida. Don Lorenzo no podía con tanto dolor, pero al fin empezó a resignarse. Desde entonces sus negocios fueron cada vez a peor, como si toda la suerte de que había gozado antes se la hubieran arrebatado de un soplo. Pero don Lorenzo tenía muchos amigos, no en vano había pasado su vida haciendo el bien a los demás, y esta sola idea le dio ánimo para seguir viviendo; ellos le ayudarían a rehacerse. Don Lorenzo estaba seguro de volver a su antigua fortuna.

Llegó a tanto su necesidad, que se vio obligado a vender su casa, su vieja casa, con todos sus muebles. Entonces fue en busca de sus amigos; había llegado el momento. Llamó a una y otra puerta, en busca de éste y aquél, pero todas se le cerraron con veladas disculpas. Nadie quería la pobreza por amigo. Don Lorenzo seguía resignándose, ofreciéndole a Dios su penosa vida, confiando en su Divina Providencia.

Una mañana se enteró don Lorenzo de que en San Diego de Acapulco estaba a punto de entrar un barco procedente de la China cargado de lacas, sedas y porcelanas de aquel país. El corazón se le agitó de gozo al saber la noticia. Allí había un negocio seguro. Con un poco de dinero, con sólo quinientos pesos que tuviese, podría comenzar a rehacer su fortuna. Pero ¿dónde estaban aquellos mínimos quinientos pesos? ¿Quién se los podría adelantar? Por su mente fueron pasando los ricos señorones de México, sus amigos de otros días, pero todos le habían cerrado sus casas y se habían negado a recibirle. ¿Quién podría darle los quinientos pesos? Entonces don Lorenzo se acordó de un frailecico del convento de San Diego; recordó que fray Anselmo estaba siempre dispuesto a ayudar a los necesitados y, sin pensarlo más, se encaminó hacia el convento que estaba un poco alejado. Ni por un instante pensó don Lorenzo en la pobreza de los frailes; sabía que fray Anselmo era caritativo y esto bastaba a su imaginación, que ya se complacía en verse con los quinientos pesos bien empleados en las sedas y lacas de China.

Por fin, llegó al convento; con timidez tiró del cordoncillo de la campanilla y un suave tintineo se extendió por los blanqueados claustros. Poco después, el hermano lego le preguntaba quedamente:

– ¿Qué desea?
– Quisiera ver a fray Anselmo – respondió don Lorenzo.
– Ahora no está; él siempre anda aliviando las desgracias ajenas, pero, ¿quiere esperarle? No creo que tarde demasiado.
Los ojos de don Lorenzo sonrieron gozosos.
– Lo esperaré – contestó.

No tardó mucho en aparecer fray Anselmo. Su rostro tenía un alegre cansancio, sus pies estaban llenos de polvo, su descolorido hábito se pegaba al enflaquecido cuerpo.

– ¿Hace mucho que me espera, hermano? – preguntó a don Lorenzo- . Venga, venga a mi celda, allí podremos hablar.

Don Lorenzo sonrió humildemente y siguió a fray Anselmo hasta su celda, una celda blanca y risueña bajo el sol de la mañana, pero llena de pobreza.
– Siéntese, don Lorenzo – y fray Anselmo le indicó una sillita baja, la única que había en la celda, mientras él se sentaba sobre las tablas que le servían de cama.
– Fray Anselmo, vengo a pedirle ayuda; ya sabrá todas las desgracias que me han sucedido.
– Sí, hermano, sí – contestó el fraile –; y siempre me acuerdo de encomendar a Dios a su mujer y a su hijo.
– Padre, no hay nadie que quiera ayudarme, nadie hay en quien pueda poner mi esperanza, ayúdeme – dijo don Lorenzo.
– ¿Cómo puedo yo ayudarle?
– Fray Anselmo, necesito un poco de dinero, no demasiado. Sé que va a llegar de un día para otro un barco que viene de la China cargado de porcelanas, de sedas que son una maravilla. Ahí está mi última oportunidad. Si pudiese comprar algunas de ellas comerciaría rápidamente y sería el comienzo de mi fortuna. Ayúdeme, padre; es un negocio que no puede fallar.
– ¿Y dice, hermano, que no necesita mucho dinero?
– No mucho – contestó don Lorenzo–, con quinientos pesos podría empezar de nuevo y salir de esta miseria.
– ¡Quinientos pesos! ¡Ay don Lorenzo! Quinientos pesos son toda una fortuna para este pobre fraile.

Don Lorenzo bajó la vista ante estas palabras. Todo su entusiasmo, toda la energía de que se sentía capaz desaparecieron y la pobreza de la celda de fray Anselmo se puso de relieve ante sus ojos.

– Entonces... padre... – musitó apenas.
– Ya ve, hermano, que nada tengo – contestó fray Anselmo –, todo lo he dado. Un hábito nuevo tuve hace poco, pero, ¡hay tantas necesidades por el mundo! Se lo entregué a un pobrecito y volví a ponerme éste que aún sirve. ¿De dónde voy a sacar yo quinientos pesos?

El pobre fraile se acongojaba, la caridad de su corazón era inmensa, pero carecía de bienes materiales. Miraba a don Lorenzo abatido por la desgracia y quería ayudarle, pero por más vueltas que daba en su cabeza, no veía el modo de hacerlo. Don Lorenzo se levantó apagadamente de la sillita y dijo:

– Perdóneme, padre; he de irme. Ya comprendo que nada puede hacerse por mí.
– No, no se vaya aún – contestó el farile –; tiene que haber alguna solución. Tiene que haber algún medio. ¡Señor, ayúdanos!

Los ojos de fray Anselmo se alzaron hasta el crucifijo que presidía la celda. En aquel momento vio un alacrán que empezaba a ascender lentamente por la encalada pared. Fray Anselmo lo cogió cuidadosamente y lo envolvió en un trozo de burda tela. Don Lorenzo miraba todos los movimientos del fraile sin acertar a pensar por qué hacía todo aquello. La voz humilde y cantarina de fray Anselmo le sacó de sus pensamientos:

– Tenga hermano, no hay otra cosa que darle. Llévelo al Monte de Piedad y con lo que le den por él podrá negociar.
– Pero, fray Anselmo, ¿he de llevar el alacrán? – preguntó don Lorenzo asombrado.
– Sí, hermano – repuso el fraile –, ya ve que no tengo otra cosa. Ande, vaya como le he dicho, y en tanto pida a  Dios por mí.

Salió don Lorenzo del silencioso convento y la puerta se cerró suavemente tras él mientras miraba pensativo el trozo de tela en el que iba envuelto el rubio alacrán. Empezó a caminar hacia su casa a la vez que la cabeza le bullía por el inesperado regalo. ¿Cómo iba a empeñar aquel animalito? ¿Es que hasta el bondadoso fray Anselmo quería burlarse de él? No, no podía ser. Por fin, se decidió a hacer lo que el fraile le había mandado. Despacio, lleno de temor, se encaminó hacia el Monte de Piedad y cuando quiso darse cuenta estaba ante una ventanilla y un empleado le preguntaba:
– ¿Qué desea?
Don Lorenzo alargó el pequeño envoltorio sin atreverse a levantar los ojos del suelo. ¿Qué sucedería? ¿Era necesario que pasara por una humillación tan grande? ¿No bastaba, acaso, la serie de sufrimientos que estaba padeciendo? Hubo unos momentos de silencio penoso para don Lorenzo; al fin oyó al empleado:
– ¡Qué maravilla!

Don Lorenzo levantó lentamente la vista y sus ojos se llenaron de estupor. En las manos de aquel hombre había un alacrán de filigrana de oro engastado de pedrería: suaves topacios, transparentes brillantes, intensos rubíes y pálidas esmeraldas. El empleado le dijo:

– ¿Cuánto quiere por él?

Pero don Lorenzo estaba tan lleno de asombro que no podía contestar.

– Le daré tres mil pesos, si le parece bien – volvió aquél a decir.
– Sí, sí – contestó apenas don Lorenzo –.  Está bien.

Recibió el dinero y, lleno de asombrado regocijo, salió de allí y se fue a su casa. La cabeza le daba vueltas y aún temía que todo  fuese un sueño. Pero no, el dinero estaba allí y si quería negociar en San Diego de Acapulco no podía perder el tiempo. Don Lorenzo se sintió renacer, y la visión de los negocios que antes le habían dado fama y riqueza volvió lúcida a su mente.

El barco acababa de atracar en el puerto cuando don Lorenzo llegó. Pudo comprar todo lo que quiso; sus baúles se llenaron de frescas y resbaladizas sedas, de brillantes damascos, de transparentes porcelanas. Volvió rápidamente a México y puso a la venta todas aquellas maravillas. Las vendió mucho antes de lo que había sospechado y le dejaron enormes ganancias. Desde aquel momento, el dinero pareció crecerle en las manos. Lo empleaba aquí y allá; tan pronto era un cargamento de maíz, como en valiosas especies de canela y azafrán o en barricas de vino espeso. Los negocios volvían a ser prósperos siempre que él estaba por medio. Don Lorenzo se hizo rico nuevamente, los amigos que le habían abandonado volvieron a él, todo florecía a su alrededor, pero no pudo tener nunca más la felicidad que le daban el sosiego de doña Catalina y la alegría juvenil y vigorosa de su hijo.

Cuando don Lorenzo vio en marcha nuevamente todos  sus negocios fue inmediatamente al Monte de Piedad. Tenía que desempeñar el alacrán de oro y llevárselo a fray Anselmo a quien seguramente – pensaba don Lorenzo – le serviría para remediar muchos males.

Don Lorenzo llegó allí e hizo la petición de la preciada joya. Cuando el empleado la tuvo de nuevo en sus manos no pudo menos de volverse a maravillar de tanta hermosura. Don Lorenzo la contemplaba feliz y no veía el modo  de verse con ella en la celda de fray Anselmo. Pagó el rescate del alacrán, lo envolvió cuidadosamente en un trozo de brillante damasco y voló hasta el convento de San Diego. Poco después se encontraba en la celda del frailecico.

– ¿Cómo le ha ido, hermano? – le preguntó fray Anselmo.
– Padre, no sé cómo darle las gracias. Vuestra reverencia trajo la bendición del Cielo sobre mí. Todo ha vuelto a ser como antes ... Gracias, fray Anselmo. Aquí le traigo de nuevo el alacrán que me dio. Padre, pídame lo que quiera, a vuestra reverencia se lo debo todo.
– No, hermano – contestó fray Anselmo –,  no saque las cosas de su sitio. Dios, sin duda, quiso probarle entonces, ha visto la bondad de su corazón y lo premia nuevamente.
– Está bien, padre, si usted lo cree así. Pero aquí tiene el alacrán, suyo es de nuevo.

Fray Anselmo cogió el envoltorio que don Lorenzo le ofrecía y lo desenvolvió cuidadosamente. Por un momento centellaron a la viva luz del sol las piedras preciosas del alacrán de oro. Fray Anselmo lo cogió con ternura y lo miró amorosamente. Se volvió hacia la pared de donde lo había cogido y, poniéndolo en el mismo sitio de donde lo tomó, le dijo:

– Sigue tu camino, criaturita de Dios.

Y el brillante alacrán, ante la atónita mirada de don Lorenzo, apagó repentinamente su refulgente pedrería y comenzó a caminar lentamente por la encalada pared de la celda.



 

QUETZALCÓATL


Hace como mil años que apareció entre los antiguos indios de nuestro país un personaje misterioso cuya procedencia jamás se supo de un modo verdadero, pues la única noticia que de él se tuvo fue que apareció por el mar.

Era, pues, un extranjero. Las crónicas antiguas lo pintan diciendo que “era hombre blanco, crecido de cuerpo, ancha frente, los ojos grandes, los cabellos largos y negros, la barba grande y redonda”.

Se presentó en una ciudad llamada Tolan (Tula), siendo muy bien recibido por el rey y los vasallos.

Quién sabe cómo se llamaría. Pero él adoptó el nombre de un dios antiguo, llamándose Quetzalcóatl, que quiere decir “culebra de plumas de quetzal”. Con este nombre indígena ha pasado en la tradición y en las crónicas hasta nuestros días.

Era un hombre muy inteligente y entendido en muchas artes y ciencias, por lo cual muy pronto lo tuvieron los toltecas (así se llamaban los habitantes de Tolan) en grande y merecida estima.

Era enemigo de los sacrificios humanos. Apenas si consentía en que mataran en los altares de los dioses culebras y mariposas; pero decía que la mejor ofrenda a la divinidad consistía en pan, flores y perfumes.

Era modelo de buenas costumbres. Su vida toda se nos presenta como un  dechado de pureza y honradez.

Tanto le respetaban y veneraban, que hasta los enemigos del reino iban en peregrinación a visitarlo y consultarle.

Sin ser rey, mandaba como rey le obedecían como a rey.

Cuentan que él enseñó a los toltecas el oficio de la platería y a labrar las piedras preciosas.

Acumuló inmensas riquezas.

Tenía casas de plata, de esmeraldas, de turquesas, de concha, de corales y de plumas finas. En ellas oraba, ayunaba y hacía penitencia.

Llegó a ser un sacerdote, un pontífice.

Su permanencia en Tolan marca una época de prosperidad para todo el reino. Fue la edad de la abundancia. Las calabazas eran muy gordas, de una braza en redondo, las mazorcas eran tan grandes que una sola tenía que llevarse abrazada. Las verdolagas crecían como árboles. El algodón nacía de todos colores. Y había aves de todas clases, de pluma rica, y de cantar dulce y melodioso.

Quetzalcóatl, al oponerse a los sacrificios humanos, no hacía más que combatir la religión nacional. Tuvo muchos discípulos que adoptaron sus doctrinas, creyendo en él; pero se concitó también muchas enemistades: los sacerdotes estaban en su contra y le odiaban.

No se presentaba en público, pues casi siempre se hallaba en silencio y retiro, bien guardado en las sombras de sus casas de oración, en donde había puesto, para evitar lo distrajeran, a unos pajes y lacayos que tenían especial cuidado en abrir y cerrar las habitaciones y salas de oficios.

Sin embargo, los dioses antiguos, viendo en él a un enemigo formidable que estaba ganando mucho terreno, procuraron perturbarlo y hacerlo pecar como Yappan. Si nada habían logrado hasta entonces, de debía a que no habían puesto toda su diligencia en la lucha.

Congregados en lo alto de los cielos, discutieron el plan de campaña.

– Tú, - le dijeron a Tetzcatlipoca -, te encargarás de mortificar, burlar y escarnecer a ese sacerdote extranjero llamado Quetzalcóatl.
– Cumpliré fielmente vuestro decreto -, contestó el poderoso dios de negro cutis.


Tetzcatlipoca bajó entonces a la tierra por el hilo de una araña y se presentó disfrazado de forastero en una de las casas de retiro de Quetzalcóatl.

– Comenzaré por burlarme de él –, se dijo para sí el dios.

Y se anunció pidiendo audiencia.

– Decid al gran sacerdote que aquí está un forastero que desea hablarle. Agregad que traigo un retrato suyo que enseñarle.

Después de dos recados logró ser introducido a presencia del sabio.

– ¿De dónde vienes, forastero?
– Vengo de Nonoalco.
– ¿Estarás muy cansado? Siéntate; bienvenido seas. ¿Cuál es mi imagen? Muéstramela para que yo la vea.

Tetzcatlipoca sacó un espejo y se lo presentó diciéndole:

– Reconócete, señor.

Quetzalcóatl se contempló un instante y arrojó con espanto el espejo. Se había visto la cara toda llena de arrugas y llagas.

– ¿Cómo es posible que me vean los toltecas con calma? ¿No deberán con razón huir de mí? ¡Mi figura es espantosa! ¡Ya nadie me verá;  aquí permaneceré encerrado para siempre!

Tetzcatlipoca, al oír esto último, se desconcertó un poco, pues comprendió que no lograría que en esas fachas se presentase en Tolan, que era su propósito, pues quería escarnecerlo.

– Yo te arreglaré y te compondré para que te vean –, le dijo.



Llamó a unos artistas muy hábiles, y en un santiamén lo transformaron en todo un buen mozo. Concluido el aseo, le presentaron el espejo y sonrió de satisfacción. En consecuencia decidió mostrarse en público.

Y se encaminó a Tolan.

Tetzcatlipoca se fue a un pueblo y mandó cocer quelites, tomates, chiles, ejotes y elotes; mandó sacar pulque de unos buenos y finos magueyes y guisar una sabrosa y apetitosa comida.

Dirigióse  también a Tolan, acompañado de algunos dioses.

Llegados allí, suplicaron les permitieran ver y hablar a Quetzalcóatl. Después de cuatro recados consiguieron entrar.

Lo saludaron y le ofrecieron galantemente la comida que llevaban preparada.

El sacerdote comió con gran contento. El chile estaba muy picoso, pero sabroso.

– Bebed pulque –, le dijeron los visitantes.
– Estoy enfermo y me puede hacer daño –, respondió él.
– Tomad aunque sea un poquito, señor. Está muy fresco y agradable.
– ¡No, no! Me puede hacer perder el juicio y hasta matarme.
– Todo lo contrario, ¡oh sabio sacerdote! Probad aunque sea con el dedo; veréis qué delicioso es y cuan fortificante; os dará ánimo y restaurará vuestras fuerzas.

Quetzalcóatl probó al fin con el dedo.

– Es verdad que está bueno – dijo –. Servidme, pues, un poquito.

Tomó y volvió a tomar, y así hasta por cinco veces. Se sintió lleno de vigor y alegría, imaginándose joven.

– Servidme más, amigos míos- volvió a decir –. Pero también tomad vosotros.

Ellos tomaron y se embriagaron todos.

– ¡Oh sacerdote sabio! – dijéronle –. Cántanos un cantar.

Quetzalcóatl, que estaba beodo, cantó de esta manera:

Dicen que voy a dejar
mis casas de plata y oro
¡Bah! ¡Yo nunca mi tesoro
he pensado abandonar!

En medio de la borrachera y el placer, se acordó de una bella señora, amiga suya, y la mandó llamar.

Llegó ella y también bebió pulque hasta embriagarse.

Quetzalcóatl, cada vez más entusiasmado, volvió a levantar su canto diciendo:

¡Este sabroso licor
bebamos, esposa mía!
¡Él aumenta mi alegría,
él reverdece mi amor!

Perdida ya la razón, los dos hablaron y cantaron disparates.

Cayéronse al suelo sin sentido y se durmieron.

Pero al día siguiente, al despertar, recordaron los dos las torpes escenas de la víspera. Se pusieron tristes y su corazón se comprimió de vergüenza y de pesar.

Quetzalcóatl dijo: “Me he embriagado, he delinquido: nada podrá borrar la mancha que ha oscurecido mi nombre y mi sacerdocio”.


Y se puso a entonar un canto de profunda tristeza.
Sus remordimientos fueron muy grandes, su angustia no tenía límites. Nadie se atrevía a consolarlo ni a alentarlo. Lloró amargamente.

– Es preciso que yo me vaya de Tolan – dijo un día –. Aquí no puedo vivir más.

Mandó hacer un sepulcro y se acostó en él por cuatro días como un muerto. Melancólicos pensamientos le acompañaron en aquel fúnebre retiro: quería tener la imagen de la muerte.

Salió y dispuso su viaje.

Enterró sus riquezas, quemó sus casas, dio libertad a los pájaros y precedido de músicos flautistas para entretener la pena, se alejó para siempre de la ingrata ciudad.

¡Había vencido Tetzcatlipoca!

Por el camino iba obrando prodigios. Tiró piedras a un árbol y las hundió en el tronco. Se sentó en una piedra y dejó en ella señalado su cuerpo y manos. Disparó una flecha a un pochote (ceiba) y atravesó el tronco con ella. Jugó pelota y rayó el suelo; la raya se convirtió en barranco.

Al pasar por la Sierra Nevada, por entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, se le murieron de frío sus compañeros y discípulos.

Se detuvo veinte años en Cholula. Pero también de allí se fue triste y desalentado.

Llegó al mar, y vio en el agua su imagen, que tadavía era hermosa.

Encendió una grande y poderosa hoguera.

Se vistió lujosamente y se adornó con oro y piedras preciosas.

Contempló el mar, por donde había llegado, y suspiró hondamente.


La hoguera estaba en toda su fuerza con altas llamas.

Y en ella se arrojó valerosamente para morir...

Las aves más hermosas acudieron a presenciar el sacrificio de aquel hombre misterioso y bueno, de aquel sacerdote sabio que había huido de Tolan, la ciudad ingrata...

Allí estaban los pajaritos rojos, los azules, los tornasolados, los verdes, color de esmeralda, y los amarillos, color de oro. Acudieron también los pajaritos cantores, y gorjearon de tristeza...

Luego que en la hoguera no quedaron más que llamas, cuando Quetzalcóatl quedó completamente consumido, las cenizas de su corazón se agitaron, se removieron con un temblor extraño y se abrieron suavemente para dar salida a una cosa que resplandecía, ¡a una estrella!

¡Su espíritu se había convertido en astro!

La estrella subió, subió majestuosamente como un globo de diamante y se pegó en el cielo.

¡Aquella estrella fue el lucero de la tarde!

Así acabó su vida aquel extranjero misterioso que vivió entre los toltecas y que dejó esta profecía:

– “Andando el tiempo, vendrán por la mar, por donde sale el sol, unos hombres blancos y barbados como yo, derribarán los dioses y serán los señores de estas tierras”.



LAS MONJAS

En el Mineral de El Chico, distante unos 15 kilómetros de Pachuca, en la cumbre de un empinado cerro existen unos enormes monolitos que, vistos a distancia, simulan los cuerpos de unas monjas en oración. En efecto, tales monolitos son conocidos con el nombre de las Monjas del Chico.

Y cuenta la leyenda que una vez, hace ya muchos años, unas jóvenes bellas tuvieron un desliz pecaminoso y que, naturalmente, sus padres las encerraron en calidad de religiosas en la iglesia del pueblo.

Para que purgaran sus culpas, se les encerró, cortándoles toda comunicación con el mundo y se les impusieron los más duros castigos.

Y dicen que una noche, en que todo el mundo dormía, aquellas audaces pecadoras concibieron la idea de fugarse de la prisión escalando al efecto las tapias de la iglesia, y atravesando el oscuro pueblo se internaron en el monte.

Y que, andando a la ventura, saltando arroyos y cruzando cañadas y vericuetos, unos momentos animosas y otros arrepentidas de su fuga, el nuevo día las sorprendió en la cúspide del monte y que allí, postradas de rodillas, imploraban la protección divina cuando se les apareció Lucifer, invitándolas a que se marcharan con él.

Ellas, aterrorizadas, seguían orando, cuando un ángel descendió del cielo haciendo desaparecer al diablo, fulminó una maldición terrible sobre las pecadoras y las convirtió en inmensas moles de granito.

Algunos piadosos lugareños han llevado a la Niña (imagen de la Virgen) sobre sus espaldas, pero en cuanto empiezan a bajar por la falda del monte, oyen a sus espaldas ruidos infernales, ayes lastimeros, azotes, rugidos de fieras y ruidos de cadenas, de dinero, de piedras que se desprenden; vuelven la cabeza y la niña desaparece y con ello la salvación de las monjas.


Muchos han habido que, sobreponiéndose al pavor y sin poner atención a los extraños ruidos, han llegado con la Niña a cuestas hasta el pie del monte, pero al entrar al pueblo sienten centuplicarse el peso de su preciosa carga y la oyen quejarse lastimeramente, y al volver la cara la esperanza de salvación queda fallida.

Esta es la leyenda extraña que se cuenta de los hermosos monolitos que coronan la cúspide del monte en el pintoresco Mineral de El Chico.


LOS FRAILES

En el camino que conduce de la capital del Estado a la población de Actopan, existen unos inmensos monolitos coronando la cúspide de un cerro, que dan la ilusión de ser unos religiosos con hábito. Y de ellos cuentan una extraña leyenda los viejos moradores del lugar.

Dicen que en la época pasada, cuando a principios de la dominación española llegaron al lugar algunos frailes franciscanos a someter a los pueblos y a convertir a los indios a la religión católica, los primeros de ellos fueron dos monjes jóvenes, de buena figura y ardiente temperamento, los que, olvidándose de su sagrada investidura y haciendo escarnio de sus doctrinas, se dedicaron como sátiros a seducir y violar doncellas.

Sucedió que un día, al darse cuenta el pueblo de la infamia y la burla de que estaba siendo víctima por parte de los malos frailes, se sublevó contra ellos.

Fue la multitud de indignados indios a buscarlos en el lugar en donde se hospedaban, con ánimo de castigarlos, pero allí se informaron que los religiosos, tal vez avisados, habían salido de la población huyendo de sus perseguidores.

Salieron por atajos y barrancos en busca de los burladores y ya al atardecer los divisaron ascendiendo por la escabrosa falda de la montaña.

Allá fueron tras ellos, pero cerró la noche y al llegar los enfurecidos indios a la cima de la montaña, oyeron un pavoroso estruendo, una chispa gigantesca se desprendió del cielo y los indios huyeron amedrentados en dirección al poblado.

Desde el día siguiente vieron la cúspide de la montaña coronada por los frailes, a quienes la Majestad Divina castigó convirtiéndolos en inmensas moles graníticas.

Es esta la curiosa y fantástica leyenda que los viejos moradores de Actopan relatan de los caprichosos monolitos conocidos con el nombre de Los Frailes.


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