LA RANA QUE QUERÍA SER UNA RANA AUTÉNTICA
Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y se sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía pollo.
LA BARCA DE ORO
Se dejan oír las notas de la popular canción.
No hablemos más. Dejemos que, con la música, entre el cuento en escena sin más comentario.
El joyero Manuel está en la puerta de su tienda llorando conmovido durante un breve espacio, la dulzona melodía de la canción.
De pronto el violín deja de tocar y el “ merolico ” se tambalea y casi va a caer. Viene a apoyarse en el quicio de la puerta de la joyería. El compasivo Manuel lo toma por el brazo y lo introduce en la tienda.
(Se abre la puerta de la joyería y entra un elegante caballero que va derecho al mostrador. El joyero deja acostado al mendigo y acude a atender al cliente que acaba de llegar).
(Saca una cartera grande europea del bolsillo interior del saco y se la muestra al joyero).
Las puntas que las sujetan al cuero se han levantado y pican los dedos cuando voy a sacar la cartera.
(El joyero toma la cartera y lee las letras de oro).
Yo llevo ahora la sección americana y he venido a México, para puntualizar detalles de los conciertos filarmónicos de este año, que van ligados en cadena con las grandes ciudades de Centro y Sudamérica.
(El joyero toma unos alicates e intenta arreglar las letras. En tanto, el caballero observa a su alrededor con curiosidad y al ver el violín del mendigo que Manuel puso sobre el mostrador cuando ayudaba al mendigo a acostarse, se acerca, lo toma, lo escudriña con disimulada atención, hace vibrar las cuerdas con los dedos, luego las prueba con el arco).
(Manuel entra a la trastienda. A poco se oyen unos golpecitos).
(El caballero sigue observando el violín. El joyero aparece con la cartera ya compuesta se la entrega al caballero que la toma, la observa y luego dice):
(El caballero mira al mendigo, luego toma el violín y después de observarlo y acariciarlo le dice al joyero con voz confidencial):
Manuel: Claro que sí. No me juzgue usted tan ignorante.
Caballero: Si es de esa época... y no hay nada que me haga dudarlo... no tiene usted aquí una joya que valga más.
(Lo acompaña hasta la puerta)
(El joyero va hacia el mendigo que comienza a recobrar sus sentidos)
(Levantándose y disponiéndose a salir).
(Toma el violín y se dispone a salir)
(El mendigo intenta salir y el joyero lo toma del brazo y metiéndolo a la tienda le dice con gran solemnidad)
( Va a la caja. La abre, saca el dinero y vuelve al mostrador)
(El mendigo los toma y los guarda)
(Toma el violín, toca la primera parte de La barca de oro y canta los mismos versos).
“Yo ya me voy,
sólo vengo a despedirme...
Adiós mi bien,
Adiós, para siempre adiós”.
(Se enternece, llora y besa el violín).
(El mendigo abre la puerta y sale. Cuando se cree a salvo de la vista del joyero, se quita los lentes negros y sonríe. Avanza hacia la calle y a los pocos pasos se encuentra con el caballero elegante. Lo toma del brazo y sigue cantando).
(El caballero extiende la mano, recibe su parte, se la guarda y se alejan silbando la música correspondiente a los versos de La barca de oro que había cantado el mendigo al despedirse del violín. El joyero sale a la puerta con el violín en la mano y viendo al caballero con el mendigo, comienza a sospechar que ha sido objeto de un timo).
LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS
Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar, pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena y aplaudían con la cola.
Los yacarés para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaban colgando como un farolito una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, si excepción, estaban vestidas con traje de bailarina del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
El almacenero contestó:
Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
Y el hombre dijo:
Fueron entonces al otro almacén.
El almacenero gritó:
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
Entonces un tatú que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo.
Los flamencos le dieron las gracias y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y echando a volar dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras empezaron a desconfiar. Cuando los flamencos estaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien. Las víboras de coral, sobre todo, estaban inquietas. No apartaban la vista de las medias y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas, farolitos que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tabaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar, pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas para que murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas, y arreglándose las gasas de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto mucho tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas. A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
SALOMÓN Y LA SERPIENTE
Anónimo
En tiempos antiguos vivió el gran rey Salomón, hijo de David, amigo de la justicia y enemigo de la crueldad. Durante su imperio prohibió las guerras y las matanzas; sus súbditos debían proteger amorosamente hasta la vida de los animales.
Cierto día, el rey estaba sentado en su trono cuando se presentó un hombre con una serpiente enroscada en el cuello, que intentaba estrangularlo. El hombre gritó:
El hombre respondió:
Entonces Salomón preguntó a la serpiente:
La serpiente obedeció dejando su presa. Entonces, cuando el rey la vio reptar por el suelo, se volvió al hombre y le dijo:
DIFICULTADES
Obra en un acto
PERSONAJES:
EUGENIO
EL VECINO
En Tacubaya, D. F., cerca del mercado. 1977.
Una calle. Noche. Luz escasa.
EUGENIO está parado, viendo al niño, de pocos meses, que tiene en
brazos. De pronto, da pasos desatinados hacia un lado, hacia otro. Se
detiene, vuelve a ver al niño, vuelve a pasearse. Se recarga en una
pared, o un poste. Mira al cielo.
EUGENIO es joven, unos 22 años; anda en pantalón de mezclilla y camiseta raída, de manga corta, con una lema en inglés: <Make love Not war>; zapatos viejos sin calcetines. El niño está cubierto apenas con una cobijita.
Entra un hombre bastante mayor que EUGENIO: bien abrigado, guantes, bufanda, chamarra gruesa o abrigo.
EL VECINO: Buenas noches. (EUGENIO lo ve: no contesta. El otro va a salir, se detiene, lo observa.) ¿Está esperando taxi?
Eugenio tarda segundos en negar con la cabeza.
VECINO: Si quiere, le doy un raid.
EUGENIO: No. No. Gracias. No estoy esperando taxi.
VECINO: Ahí nomás tengo el carro. ¿Se le puso malo el niño?
EUGENIO: No. No. Es que... Nomás me salí un rato.
VECINO: ¡Pero con este frío! ¿No tiene frío?
EUGENIO: No. No. No tengo frío.
VECINO: (Los observa) No le vaya a hacer daño al niño.
EUGENIO: Es que estaba llorando, y luego despierta a su mamá y a los otros dos. Entonces, mejor me salí...
VECINO: Ah. (Pausa, observándolos.) Ya no está llorando...
EUGENIO: No. Ya no.
VECINO: No se le vaya a enfermar.
EUGENIO: Está malo el mayor. Una infección. Se deshidrató. Le pusieron suero...
VECINO: Mh. Algo que comió. Así les pasa. Bueno, que se alivie su hijo. (Va a salir.) Mejor ya entre.
EUGENIO: Usted vive en el ... en el seis.
VECINO: Sí. Ahí tiene su casa.
EUGENIO: Usted me compraba jugos, todos los días...
VECINO: Buenos jugos de naranja... Lástima que ya no vende.
EUGENIO: No, es que... ya soy maestro. Ya me recibí.
VECINO: Sí, claro. Qué bueno, ¿no?
EUGENIO: Maestro de primaria. Tengo ya nombramiento, doy a segundo año, allá por Nativitas.
VECINO: ¿Hasta allá?
EUGENIO: Pues me fue bien... Viera usted dónde mandan a otros... Me voy en metro, luego dos camiones... En pasajes se va medio sueldo.
VECINO: Así sucede. Bueno... (Va a irse.)
EUGENIO: La verdad, dejaban más los jugos, me entretenía yo más... Y quedaba más tiempo libre. Pues por eso pude estudiar, me recibí... Yo quería ser maestro superior, sigo estudiando...
VECINO: Ah, eso está bien. (Hace sonar su llavero.)
EUGENIO: Uno quiere mejorar, tiene aspiraciones, quiere su título. Yo quería dar clases en secundaria... Geografía, o Español, no sé. No quiere uno que nada más pasen los días sin dejarle nada: los centavos para comer, y para comprar la fruta, y los impuestos, y la mordida, y... todo eso. Siempre lo mismo. Ganar, gastar, ¿y qué más? Tiene uno aspiraciones, hay la ilusión de recibirme... Y ve usted que luego ni se siente que eso sea nada; tuvimos la fiesta y ... Mire mi anillo de graduación, es de oro. Salió caro.
VECINO: Está bonito. ¿No quiere pasar a platicar a la casa?
EUGENIO: Ya es muy tarde.
VECINO: Sí. Ya es hora de dormirse. Hace frío.
EUGENIO: Van dos semanas que no asisto a la escuela. ¿Pues para qué? No he estudiado nada. No he hecho los trabajos... No tiene caso ir a pasar vergüenzas... Fíjese: doy clase en la mañana. Son cincuenta escuincles, de segundo... Y luego se pegan, y lloran... Cincuenta. Ni caso hacen, nomás ahí están. Hago casi dos horas de ida, otras tantas de vuelta... Y ya usted ve mi casa, sigo en la misma accesoria, un puro cuarto. Ahí estamos los cinco, los tres chiquitos, y mi mujer, y yo...
VECINO: No, pues es difícil, claro...(Tose.)
EUGENIO: Puras dificultades. Uno espera que todo se ha de ir componiendo poco a poco... No se compone nada. Viera, cuando vendía yo jugos, para traer los costales de fruta, desde La Merced... Bien difícil. Pensaba yo: no le hace, estoy estudiando. Pero estaba muy solo. No se puede, tampoco, seguir tan solo. Me traje aquí a vivir a Adela, ya la conoce usted, mi mujer. Se embarazó enseguida. No para. Se embaraza. Tenemos tres. Ya encargó el cuarto.
VECINO: ¿Por qué no va al Seguro Social? Allí le dicen cómo evitar familia.
EUGENIO: Sí. Hemos ido. Una mañana entera cada vez, o más. Ella es rete distraída... Tengo que acompañarla. Le hacen reconocimiento. Tardamos horas allí, de plantón... Nos dieron la receta. En la botica del Seguro no tenían las pastillas... Puras dificultades. Yo no quería perder las clases de en la tarde... Y ella fregando y fregando, que para qué sirve la escuela, que gano muy mal, que era mejor vender jugos... No tiene aspiraciones. Y si yo no la acompaño al Seguro, ni sé que pasa; dice que va y no la atienden... Tal vez sea cierto... Total... Éste éste... (el niño.) Ella estaba tomando las pastillas. Dijo el doctor que así sucede a veces. Está embarazada del cuarto. (Un silencio.) No voy a acabar la carrera, ya me di cuenta. Tantas dificultades, pues cómo... Adela trabajaba, en un salón de belleza, pero ahora... ¿Dónde vamos a dejar los niños? Tengo mi familia en Teziutlán, ni modo de llevarlos allá; no los querrían... Y luego ella... Se salió de su casa, su familia ni la saluda... Yo pensé, pues total, hace falta mujer, y estoy tan solo, que se venga a vivir conmigo y ... (Grita de repente, sin transición.) ¡La voy a matar! ¡La voy a matar! ¡No puede ser así todo! ¡La voy a matar!
VECINO: Pero... oiga... No, hombre, no se ... No se ponga así.
EUGENIO: Eugenio, se enfermó el niño, Eugenio, no hay dinero, Eugenio, no alcanzó el gasto, Eugenio... Yo no quería estar solo, me lo decía un compañero, no te amarres con ella, no te la lleves, qué vas a hacer después. No le hice caso. No le hice caso. Eugenio, el gasto, Eugenio, limpia esto, Eugenio apaga la luz, Eugenio, no hagas ruido, déjame dormir, déjame dormir, calla ese niño, quiero dormir. Porque ella sí duerme bien. Con trabajo despierta. Duerme bien. Yo quería que las cosas fueran de otro modo, y pensaba que ser maestro era... Usted oye tanto que dicen, que la nobleza del maestro, y que lo máximo es enseñar... Cincuenta niños gritando, y castigarlos, y que se pongan a hacer rayitas, diez planas de rayitas a ver si así puedo estudiar un poco... Y ya ni sé para qué estudio. ¿Sabe cuánto me pagan? Por eso yo quería ser maestro de escuela superior... Me faltan tres años... Aprobé muy mal el primero...¿Pues para qué? Imaginaba yo que así estudiando sería tal vez distinto, tendría algo más, algo más que comprar y vender y la mujer y la comida... Algo más... Yo pensaba que era un orgullo, una satisfacción, que diariamente... Que las cosas... Que cambiarían los días, que no serían iguales, que tendrían caso, que querrían decir algo... (Quedo.) La voy a matar...
VECINO: Ya no esté así, ¿por qué está así? ¿Qué tomó, o qué...?
EUGENIO: Tomé... Tomé un café aguado y un bolillo, de cena, ¿Trago? ¿Alcohol? ¿Con qué? O fumar... No me gusta, nunca he fumado mariguana, yo no tengo aspiraciones... Tenía...
VECINO: Le va a dar pulmonía, métase.
EUGENIO: Claro. Claro. Para eso me salí. Que me dé pulmonía de una vez. O que le dé a éste. Que pare de llorar. Que se muera. Que nos muramos. Que se enferme. O que me enferme yo. Descansar tantito. Me salí a respirar... Está bien el frío... Y éste fue dejando de llorar...
VECINO: Qué barbaridad, cómo va a ser. Es una infamia, no tiene derecho... Venga acá, deme ese niño. (Lo tienta.) Está helado. ¿Cuánto hace que están aquí? Venga a su casa, venga. (Lo toma de un brazo.) ¡Usted parece muerto! (Lo suelta.)
EUGENIIO: Sí. Estoy helado. Sí. No sé qué horas serán. No sé cuándo me salí. No sé cuándo dejó de llorar... Hijo. (Lo sacude.) Hijo...
VECINO: Son las dos y media de la mañana.
EUGENIO: Me habré salido como a las diez... O las once... Este niño... Ya no llora. ¡Ya no llora! (Lo sacude.)
VECINO: Qué barbaridad.
EUGENIO: ¡Ya no llora! Ya no llora. (Quedo.) Ya no llora.
De pronto, EUGENIO se echa a correr. Desaparece.
VECINO: ¿Adónde va? ¡¿Adónde va?! Qué barbaridad. Qué va a hacer. Qué ... qué cosa... Pero cómo... Qué barbaridad.
Da unos pasos desatinados. Va a salir tras EUGENIO. Se detiene. Respira convulsivamente. Se queda parado.
VECINO: ¿Pues qué hace uno?
Sale hacia su casa.
LA TORTUGA GIGANTE
Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer, y se enfermaba cada día más, hasta que un amigo suyo, que era el director del zoológico, le dijo un día:
El hombre enfermo aceptó y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá, mucho calor y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que se quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre, el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él.
Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podía servir de alfombra para un cuarto.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgada casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada en un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin, pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo y habló en voz alta:
Y al poco rato la fiebre subió más aún y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza, la llenó de agua y le dio de beber al hombre que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo y lo sujetó con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol, y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua! ¡agua! A cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así, anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaba más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerzas, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida completamente sin fuerzas, y el hombre recordaba a medias el conocimiento; y decía en voz alta:
Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad – posiblemente el ratoncito Pérez – encontró a los dos viejos moribundos.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del jardín zoológico vio llegar a una tortuga, embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del zoológico se comprometió a tenerla en el jardín y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
El cazador la va ver todas las tardes y ella conoce de lejos a su amigo por los pasos.
Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé antes una palmadita de cariño en el lomo.
LA PARÁBOLA DEL JOVEN TUERTO
...”Y vivió feliz largos años”. Tantos, como aquellos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto, pero con filosófica resignación habíase dicho: “teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno...”
Mas llegó un día infausto: fue aquel cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada... Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”... “el tuerto”...”tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol...
Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar... ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces – imprudente – poner a prueba tan optimista suposición.
Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “adiós, media luz”.
Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos: era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír, como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas... Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos, tres,
tuerto es...
O era el mocoso que tras el parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol...”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar, vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos, tres,
tuerto es..
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados.
Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:
“Ojo de tirador”.
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: conocimientos de renuevos de mezquite: lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático.
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos, tres,
tuerto es...
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de saña, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos... Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime. Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador...”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandullón le hiciera pagar muy caros los arrestos... y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones... La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedios a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa.
En falla de los medios humanos, ocurrieron al concurso de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaba a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.
Se acordó que el no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar... ¡Alabada sea la Virgen de San Juan... !
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando, por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos, tres,
tuerto es...
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era una incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahito de salitre y de pólvora.
En aquel instante, él seguía, embobado, la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla... Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras... De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano... Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la empinada falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte... Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo:
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
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