martes, 11 de septiembre de 2012

ANTOLOGIAS II

LA RODILLA DEL DIABLO



En la calle del Refugio, que después se llamó Tepetate y actualmente Aztecas, antiguamente había una piedra laja que embonaba perfectamente con una rodilla y que delimitaba la esquina con la actual calle de Obregón.

Precisamente en esa calle del Refugio, que en aquel tiempo era un simple callejón obscuro que delimitaba una propiedad del convento de los padres Carmelitas y en donde no había ninguna construcción, sino sólo largas y tétricas tapias que arrancaban desde la calle de Atarjeas y Obregón, hasta terminar en lo que es hoy calle de Benito Juárez, antes Compañía Vieja, se propició una de las leyendas más conocidas y populares de Celaya.

Se cuenta que un capataz de las obras de reconstrucción que realizaban los sacerdotes en la Celaya de entonces, tenía por costumbre elegir entre los candidatos a los mejores y más saludables hombres y para tal objeto y evitarse trabajos de elección, mandó poner la famosa piedra laja que daba la altura requerida de una persona físicamente bien constituida y a determinada distancia había dos hoyos en donde también debían embonar los dedos índice y pulgar y quien pasaba esta prueba, casi automáticamente estaba contratado por el capataz de marras. La gente decía que este consejo se lo había dado un capitán que un día se había aparecido en la obra, vistiendo una enorme capa dragona y cubriéndose el rostro con una parte de dicha capa que era de color negro. El capataz, ni tardo ni perezoso, aceptó tal consejo y ello le daba más tiempo de estar acostado tomando pulque y aguardiente.

Dicen que, atenazado por la necesidad, un día llegó un jovencito, casi un niño, pero bien desarrollado, que dio las medidas perfectas en la piedra dicha y de inmediato empezó a trabajar; pero al no dar el rendimiento de la gente adulta, el capataz descargó su ira nacida de la embriaguez sobre la espalda y rostro del jovencito, destrozándole la nariz y dejándolo casi baldado del brazo izquierdo. Al ver los compañeros de trabajo que el muchacho ya estaba desfallecido, detuvieron el brazo del verdugo y en ese momento vieron un rostro desfigurado que tenía “espuma en la boca” y uno de los trabajadores le aventó un escapulario, que al tocar el cuerpo del malvado golpeador vieron que no era otra cosa que el capitán de la capa dragona, que al recibir el roce del escapulario inmediatamente echó a correr, perdiéndose por el lado norte de la ciudad.

Todos se dedicaron a cuidar a la criatura y fue hasta entonces que vieron al capataz dormido, perdido de tanto embriagarse, y que ni cuenta se dio que el demonio lo había suplantado; y enterado que fue el sacerdote encargado de la obra, dio de baja al irresponsable capataz, bendijo la piedra y no hizo aprecio de la conseja que existía y por lo mismo no ordenó que se quitara de su lugar.

La piedra estuvo por años y años y fue hasta 1960 cuando se empezó a lotificar el rumbo de Aztecas y la piedra fue quitada de su lugar y con ello se perdió la tradición de muchos niños, que para medir su valor acudían a medir su rodilla en la piedra y a meter los dedos en las hoquedades y hasta la gente adulta evitaba pasar por el lugar, pues no dejaba de sentir cierto escalofrío al recordar que según las consejas, la piedra que ahí existía la había puesto personalmente el diablo.


LEYENDAS DE NUEVO LEÓN


LA DAMA ELEGANTE
Terminaba  el primer cuarto del siglo y las escasas cuadras de Estación Rodríguez, la veían pasar cotidianamente en plan de compras o de visita a sus muy pocas amistades. Era una mujer delgada, de aspecto delicado, otoñal y solitaria. Poco se sabía de su vida pues, a pesar de su estampa grácil y carácter atento, era recatada y discreta en el trato con la gente del lugar. Vestía siempre de largo, en escrupulosa combinación de botines, vestido y paraguas. Llevaba siempre algún pequeño y elegante sombrero bajo el cual lucía siempre aquella amable sonrisa, con un palillo entre los dientes.

Don Pedro era un hombre de campo y poseía unos pastizales que le daban lo necesario para bien vivir. Era distinguido por su fuerte carácter  que tantas veces  hizo valer ante los peligros del monte  poblado de alimañas venenosas, pumas depredadores y abigeos al acecho del ganado. Pocos sabían que era también padre amoroso; que sus hijos y su apacible esposa eran los más grandes bienes con que la vida lo había premiado.

El más pequeño de sus hijos enfermó de gravedad. Las fiebres, los vómitos constantes y la inapetencia lo iban consumiendo poco a poco. Don Pedro acudió a todos los médicos de la región sin encontrar una cura efectiva para el pequeño que se debilitaba día a día. Desesperado, aceptó el consejo de llevarlo a una vieja curandera de Villaldama; la cual, tras aplicar en el niño su ciencia apócrifa y ancestral, hizo saber a don Pedro que el enfermo había sido embrujado por una mujer que vivía enfrente de su casa; y la única manera de conjurar el mal era rescatando una foto del niño que estaba entre las cenizas de la chimenea.

El hombre, furioso y decidido a salvar a su hijo, llegó a la estación y fue a casa de la vecina quien congeló la amable sonrisa al ser empujada y arrollada por el intruso, que avanzaba hacia la cocina con imparable determinación. Desesperado, hurgó entre las cenizas y estalló en ira al descubrir la foto de su hijo. Volvió hacia la mujer y tomándola por los cabellos la cubrió de toda clase de golpes. Al verla en el suelo, inmisericorde y ciego de rabia, se quitó el grueso cinturón y la azotó hasta verla perder el conocimiento. Terminada su cruel venganza, don Pedro salió con la foto rescatada mientras, allá adentro, la mujer empezaba una larga agonía.

Pasaron los días y el niño recuperó la salud; pero aquella elegante dama, dejó de verse por las calles del pueblo. Poco después, fue encontrada muerta; quizás como trágica secuela de los  golpes recibidos.

Años después, un exprés cruzaba por los linderos del antiguo panteón de Rodríguez. El viejo camino a Lampazos vadeaba por un lado del camposanto y era la ruta obligada para todos los viajeros. La noche había caído y acariciaba con su frescura la frente de don Pedro, que pensativo y cansado, vislumbraba ya la cercanía del hogar. De pronto, a su espalda, sintió que algo de peso había subido a la caja del carruaje mientras la mula entraba en un súbito nerviosismo apenas controlable. Intrigado, volvió el rostro y descubrió una mujer que de pie en la caja, lo miraba con aire arcano bajo un femenino sombrero que acompañaba con paraguas, largo vestido, botines de fina piel y lucía en la faz una extraña sonrisa, con un palillo entre los dientes.

El pasado golpeó la memoria de aquel hombre quien sin embargo, tuvo como reacción una nueva oleada de ira y le tiró varios fuetazos que se perdían en el vacío mientras la etérea dama permanecía enhiesta y sonriente. Al cruzar los límites del panteón, aquella entelequia se evaporó y la bestia recuperó la calma. Don Pedro supo que desde ese momento, aquel mal recuerdo se materializaría y como pesadilla, se haría presente cada vez que tomara ese camino.

El tiempo siguió su marcha y los actores de esta historia se fueron agregando al polvo de las generaciones  del pasado. El olvido los fue cubriendo y en los terrenos del panteón se fundó la colonia Chapultepec. Muchos cuerpos fueron reubicados y otros muchos quedaron sepultados bajo el peso de la ingratitud de sus deudos y la memoria perdida.

Hoy, los niños juegan en torno a una cruz que quedó en su patio y las mujeres tienden ropa paradas sobre una lápida. Los nombres ya ilegibles de las criptas, suspiran por el sacrilegio diario y la indiferencia de la gente ante aquel suelo antes venerable. Y las noches caen sobre la colonia donde el diario sobrevivir de los humildes habitantes no deja lugar a la fantasía y, sólo a veces, algún vecino cuenta mientras toma el café de la mañana que se dice por ahí, que han visto a una mujer de porte antiguo cruzando por los patios vestida en elegante atuendo: con paraguas, sombrero, vestido elegante y largo; luciendo en el rostro una enigmática sonrisa que acompaña con....

Un palillo entre los dientes.




EL NIÑO QUE JUEGA


Cuentan que por el año de 1935, en la Estación Rodríguez, en lo que hoy es la calle Manuel Rodríguez de la colonia Chapultepec, vivó una familia que padeció los mismos pesares de supervivencia que la gente sufrió por aquellos tiempos, tales como el desempleo y el diario carecer de lo más indispensable. Pero, aunque sin dinero, la vida era bastante tolerable porque la vivían en salud y amor hasta que la tragedia se apoderó de aquel hogar: nació un niño con el síndrome de Down. La pareja se llenó de pena ante aquel golpe de fatalidad; pero al poco tiempo su dolor se transformó en rebeldía ante los altos designios, rencor hacia la gente por sus mal disimulados comentarios, y odio hacia la pobre criatura que no tenía más culpa que haber nacido en brazos de la tragedia.

El pequeño fue creciendo a pesar de los malos tratos y cuidados de que era objeto y pronto tuvo necesidad de jugar en compañía de otros niños; pero la estupidez humana le cerró las puertas y le negó toda oportunidad de convivencia; padeciendo el rechazo hasta de sus propios hermanos. Se le privó de todo derecho a los más elementales alimentos del espíritu como el amor o la amistad; y hasta se le encerró por largos períodos para ocultarlo de la curiosidad que a cada rato asomaba por las ventanas para contemplar aquella carita pálida de rasgos mongoloides.

Tenía tres años de edad cuando, una mañana de invierno, amaneció con tos. Sus padres mostraron poco interés por su salud y aquel problema respiratorio degeneró en pulmonía. Así fue como una noche, cerró los ojos para nunca más abrirlos al sol de la mañana. Partió de este mundo que jamás lo toleró y se fue sin más equipaje que la nunca realizada ilusión de correr y jugar tomado de una mano amiga.

Con gran celeridad se llevaron a cabo los funerales. Sus padres tuvieron poca o ninguna manifestación de dolor y más bien parecía que en sus miradas se reflejaba un callado “gracias a Dios...”, por haberlos liberado de un lastre que con desgano habían arrastrado por tres años.

Tiempo después, al filo de la media noche, su espíritu empezó a manifestarse. El pequeño se aparecía al pie de un mezquite donde algunas veces se le permitió sentarse bajo sol y se le observaba que movía las manos como jugando en el suelo con algún trebejo. Repetidamente tendía los brazos, como buscando todavía el abrazo y el calor humano que en vida se le negó. Después de algunos minutos de jugar e implorar compañía, se elevaba hacia la fronda del árbol y desaparecía.

La familia, espantada y arrastrando el peso de sus culpas no confesadas, se cambió de casa dejando para siempre su primer hogar. Bajo el mezquite quedó un camastro abandonado, hoy ya casi deshecho y confundido con la tierra, donde los vecinos todavía aseguran ver aquel bebé que murió con las ganas de jugar con un amigo y sediento del amor que hasta su familia le negó. Talvez algún día, más allá de este mundo, logre encontrar el amor y compañía que la vida le negó y entonces, por fin, encontrará la paz eterna.


EL ÁNGEL DE LOS CAMINOS

Al llegar la temporada de lluvias, los agricultores de Anáhuac, N.L., aseguran ver por los caminos que llevan al ejido Rodríguez, un niño de escasos siete años que ataviado de huaraches y túnica azul celeste, les habla para ofrecerles ayuda.

Cuentan que hace muchos, muchos años, vivió por aquel poblado una mujer de mal corazón que vivía sola con su hijo; al cual maltrataba sin piedad alguna. Una ocasión, tras golpearlo, lo corrió de la casa sin considerar que afuera hacía frío y una pertinaz y helada llovizna hacía más penosa la marcha por los caminos. El niño, resignado y mal abrigado, tomó por la vereda que lo conduciría al poblado; pero el frío venció su voluntad y con manos y pies entumecidos, buscó refugio entre un mezquital. Se acomodó hecho nudo y quedó dormido en un largo sueño del que ya nunca despertó. Y quedó ahí, para  siempre quieto, para siempre soñando con un mundo mejor; un lugar lleno de amor, abundancia y calor que en vida nunca conoció. Por la mañana, un pastor lo descubrió entre los breñales; muerto por el inclemente frío.

El caso del niño muerto en el desamparo, hizo que la gente del lugar se uniera para cubrir los gastos de una cristiana sepultura; ya que su madre desapareció de la casa.  Tras realizada la buena acción, pronto fueron olvidando al niño aquél y la vida siguió su curso.

Al invierno siguiente, los campesinos empezaron a comentar sobre el niño de extraña presencia que, por caminos reales y veredas, detenía a los viandantes para ayudarlos con lo que llevaran cargando. Otras veces, se ofrecía para ayudar a los regadores o a los pastores que encontraba por parcelas y montes. Aunque vestía raro, su voz era suave y su sonrisa era constante. Siempre lo veían de día y, por lo mismo, nunca provocó desconfianza o miedo a quien lo miraba.

Un campesino tuvo la experiencia de tratar más con aquel pequeño, una tarde de frío en que los caminos estaban destrozados por la lluvia. En el rancho donde trabajaba, le habían prestado un exprés para ir a Estación Rodríguez a surtir su despensa. Al regreso, quedó atascado en una trampa de lodo y por más que se afanó y  fustigó a la mula, no pudo sacarlo de aquel lodazal.

Después de mil intentos, se sentó lleno de preocupación al pensar que la lluvia llegaría otra vez y echaría a perder sus provisiones. Recargado en un mezquite sólo observaba el pozo y la mula agotada. En ese momento, oyó una voz infantil a sus espaldas:
– Yo puedo ayudarte a sacar la carreta; sólo dame las riendas...
Al volver la vista, vio al niño de rara vestimenta que le sonreía. Lleno del mal humor por el cansancio, quiso correrlo; pero el niño, como percibiendo sus pensamientos, le insistió:
– Sí puedo... Sólo dame las riendas.

El hombre, extrañado, le señaló hacia el exprés concediéndole permiso. El niño, sin decir nada y sin castigar a la mula, hizo que el carretón saliera con facilidad y lo condujo más adelante, hasta un lugar seguro.

El campesino siguió atónito al exprés y llegó hasta el pequeño que, sin decir nada y con una sonrisa le entregó las riendas. Con una señal, el pequeño lo invitó a subir al asiento y confundido, subió como obedeciendo una orden.  El niño bajó de un salto y antes de tocar el suelo, se convirtió en una luz que lentamente se fue desvaneciendo. El campesino, asustado, bajó del carro; se arrodilló y rezó ante la luminosidad hasta que desapareció, dejando un agradable olor en medio del camino.

Fue así como, por mucho tiempo, al pasar por el lugar, los campesinos se santiguaban y dejaban flores en el punto donde estos hechos acontecieron y la gente dice que aquel niño desamparado, es hoy un ángel que busca por los caminos a toda aquella gente que se compadeció de su cuerpo y lo llevó a descansar a la tierra santa del panteón municipal. Él es: el Ángel de los Caminos...





EL JINETE FANTASMA

Un jinete ataviado en negro y sobre un caballo más negro que la noche, ha sido visto por los campos de Anáhuac. Lo han observado confundido entre las sombras, cabalgando silencioso, imponente y misterioso; dejando a su paso el espanto o el asombro de quienes han tenido el infortunio de mirarlo.

No existe un relato que nos lleve a su origen o que nos explique el porqué de sus momentáneas incursiones en nuestro mundo; pero anda por ahí, a veces agresivo y “echando el caballo encima”, otras veces, como un ser silencioso y melancólico, pero de presencia siempre terrible por ser un emisario del “Más Allá”.

Se ha visto también sólo su caballo. Otras veces se le ha observado con familia: una enlutada mujer que lleva un niño desnudo y apretado contra su pecho. Mas su intimidante visión ha hecho pensar a la gente que se trata una ánima en pena, o de un demonio que sólo busca aterrorizar las almas.

EL HOMBRE LOBO

La tenue luz de las estrellas bañaba de plata el caserío mientras Colombia, Nuevo León, dormía arrullándose con el rumor del río, que al murmullo de sus aguas, agregaba la canción intemporal que ranas y grillos entonaban acompañados  de flautas y susurros de viento. La sinfonía nocturna cubría una gran franja de la llanura y nada parecía poder romper la idílica paz de aquella noche de octubre de 1918.

Sin embargo, a unos cuantos metros del cauce, aquella quietud empezaría a desvanecerse ante el arribo de una tragedia que llenaría de intranquilidad y miedo a toda la población; pues, más allá de las orillas del pueblo, un pobre jacal se estremeció al ser sacudida la gruesa puerta de mezquite por alguien que llamaba aporreando con desesperación las duras maderas.

Una mujer en vigilia esperaba por su esposo y, preocupada, quitó la tranca y aldabones; pero en su corazón guardaba la esperanza de que nada le hubiera sucedido. Al abrir, a la luz del quinqué lo vio recargado en el marco, agitado y pálido, con la camisa hecha jirones y bañado en sangre.

Y un dolorido grito de mujer marcó el inicio de una triste leyenda que hoy todavía, se cuenta entre la gente de esta población.

Tras el sobresalto inicial, su esposa lo bañó y con fomentos de árnica lavó sus carnes desgarradas y lo hizo tomar algunos dientes de ajo para evitar la infección. Amorosa, veló su sueño y pasó la noche sentada ante la cabecera del lecho en que el hombre enfebrecido deliraba, contando entre sueños el ataque de un feroz lobo.

Inés Perales, era un jornalero que tenía como principal ocupación la recolección de leña y aquella tarde, había reunido la suficiente para abastecer los entregos y cubrir las necesidades del hogar por varios días. Al término de la jornada, se acercó a la mula para preparar los arreos de carga; pero al animal retrocedió lleno de nerviosismo. Luchó breves instantes para someterlo; pero al fin, lo vio correr desbocado y con un extraño terror reflejado en la mirada. El leñador quedó encolerizado e impotente; preguntándose lleno de enojo el porqué de aquel espanto repentino. Un gruñido profundo y sonoro se oyó a su espalda para darle una pronta respuesta.

Al dar media vuelta, enfrentó una bestia que ya volaba por los aires en busca de su garganta. Instintivamente, se cubrió el rostro y sintió un mordisco que en rápidas sacudidas le destrozó el antebrazo mientras era derribado por el peso de la robusta fiera. Se revolcó y rodó gritando de pavor. Con  brazos y piernas se abrazó al corpulento animal y aferrado, sintió que eran menos las temibles dentelladas con que el atacante buscaba destrozarlo. Casi sin darse cuenta, tomó  una piedra y la estrelló repetidamente contra la cabeza de la bestia que, de pronto, detuvo sus embates y quedó babeante y furiosa parada frente a Inés, que decidido a vender cara su vida, se lanzó en un salto suicida sobre la alimaña. Se dio otra breve lucha, hasta que el animal reculó quejumbroso y emprendió maltrecho la retirada.

El sol ya había caído, e Inés sintió que una debilidad extrema se apoderaba de todo su cuerpo. Cayó de rodillas y se derrumbó sobre la tierra dando gracias a Dios por haberle dado fuerzas para vencer a tan poderosa bestia... Y quedó ahí, tendido bajo las estrellas que fueron saliendo una a una por el oriente para asomarme a ver al valiente que se desangraba sin posibilidad de auxilio en medio del monte.

Cuando despertó, vio que la noche estaba ya muy avanzada. La hora no importaba; sólo empezó a arrastrarse, siguiendo por instinto la dirección hacia el hogar. Se puso penosamente de pie, y tambaleante caminó hacia donde una mujer y unos niños esperaban su regreso.

Al paso de los días, aquel hombre fue sanando y volvió a la cotidiana lucha por ganar el sustento; pero, empezó a sentir un persistente dolor de cabeza que cada día parecía agudizarse, hundiéndolo por momentos en estados de depresión y mal humor. Su irritabilidad lo llevó a golpear  sin compasión a un vecino del lugar por ínfimos motivos; y comprendió que algo le pasaba y era necesario buscar ayuda.

El 19 de octubre de 1918, el encargado Político, Subteniente Longinos G. García, escribió una carta dirigida al subsecretario de Gobierno del Estado de Nuevo León, pidiendo ayuda: “...para un hombre que fue atacado por un lobo rabioso, y que daba muestras de no haber recuperado completamente la salud.”

Los estados de ira se hacían cada vez más frecuentes y ya Inés Perales no podía encontrar trabajo. Para el mes de diciembre se había convertido en una verdadera amenaza para la población y las quejas de las familias colombianas llovían sobre el Encargado Político, que empezaba a recibir reportes de aquel demente que merodeaba por las orillas del río Bravo, escondido entre los carrizales en actitud por demás intimidante; gesticulando, mostrando amenazante los dientes y gruñendo como perro furioso. Se alejaba cada vez más de las actitudes humanas y el escándalo corrió por las calles cuando atacó a un hombre a mordidas y rasguños.

“El suscrito, Longinos G. García, en funciones de Encargado Político de la Congregación de Colombia, informo a usted lo siguiente(...) y tenemos mucho problema en la Congregación por el vecino que fue mordido por un lobo; pues está actuando de manera extraña: acosa a la gente, gruñe, desgañita, araña, lanza espumarajos por la boca, camina en cuatro patas, y aúlla como lobo...”

El encargado Político jamás recibió respuesta del Secretario de Gobierno; así que decidió investigar personalmente en casa de Inés Perales. Estaba harto de las historias que la gente le llevaba sobre el “Hombre Lobo”, y era necesario buscar un remedio para aquella situación; pero la familia de Inés le negó el paso y toda información. Así que aquella noche, preparó sus armas y, en compañía de un ayudante, se dirigió a la casa que antes fue hogar feliz y era ahora un lugar de infortunio. A lo lejos, un largo aullido se hizo escuchar... Quizás más lobos merodeaban en busca de ganado.

La sorpresa rindió frutos. Longinos y su ayudante entraron a la casa sin resistencia de la familia; y la esposa de Inés, con semblante de dolor y cansancio, les abrió la puerta del cuarto donde se encontraba su marido.

El cuadro que el Encargado Político contempló, lo llenó de encontradas sensaciones de compasión y espanto. Nada quedaba del Inés Perales que había conocido... En ese momento se dio cuenta que las historias contadas por la gente eran superadas por la realidad. El hombre aquél, ahora no tenía nada de humano; pues, limitado por las cadenas que controlaban su agresividad, se desplazaba por el oscuro cuarto como un cuadrúpedo, gruñía mostrando amenazadoramente los dientes, y vestía sólo raídos andrajos haciendo más espantable su aspecto sucio y feroz por aquella cabellera y barba hirsutas que le daban la imagen de una verdadera bestia. Pero lo que llenó de un mal disimulado pavor al Subteniente Longinos, fue aquel aullido largo y triste que brotó de la babeantes fauces del mutante.

Quizás por el sincero deseo de ayudar a la atribulada familia, o tal vez para apaciguar los temores de la población espantada, el Subteniente Longinos llevó al llamado “Hombre Lobo” a la única celda del pueblo; y ahí, tras las gruesas rejas de metal, lo mantuvo libre de cadenas, procurando darle los cuidados que la insensibilidad del Gobierno  del Estado le negó al desgraciado.

Y en la quietud de las madrugadas, un aullido escapaba de la celda y en alas del viento, volaba sobre el caserío; a veces con acento de desesperación ante la incomprensión humana; y a veces, con un profundo dejo de tristeza y soledad...

Con verdadera furia arremetía contra las rejas de acero y sus estados de ferocidad se hacían más intensos en las horas de calor. Los cuidados se hacían cada vez más difíciles y, muchas veces, la alimentación era imposible. Así, las semanas y los meses pasaron entre intentos por interesar a las autoridades por la salud de aquel pobre condenado. Tal vez cada carta era echada al archivo del olvido entre burlas de incredulidad que resonaban por los salones de cantera rosa del Palacio de Gobierno; mientras allá en la distancia, un hombre se consumía día a día al igual que aquel pueblo olvidado por el mundo; pegado a la frontera, pero lejos de todo...

A finales de mayo de 1917, el Encargado Político recibió un comunicado de la Secretaría de Gobierno. Era una carta que llenó de coraje y náuseas al endurecido rostro del Subteniente; hombre de armas y actor de innumerables batallas en la Revolución que sin embargo, nunca perdió la dimensión humana. Con furia y decisión, tomó la pluma y escribió:

                    “Al C. Secretario de Gobierno:
                    ...pero muchas gracias por la ayuda que ofrece. El vecino mordido por un lobo rabioso, hace ya dos semanas que murió...”

¿De qué murió Inés Perales? Tal vez una aguda anemia por la irregular alimentación tras las rejas lo fue consumiendo paulatinamente hasta acorralarlo y empujarlo hacia la única puerta de escape que le quedaba abierta: la muerte... O quizás fue un caso de demencia con desdoblamiento de la personalidad que fue lo que lo llevó a actuar como lobo.

¿Fue un caso de hidrofobia que duró casi ocho meses? ¿Fue un auténtico caso de licantropía? En aquel tiempo la población no tuvo la capacidad para entender cabalmente los males que padeció Inés Perales y sólo se atuvo a los hechos como elementos de juicio: un hombre que caminaba como un cuadrúpedo, que gruñía, que aullaba, que merodeaba por el monte al acecho de los humanos a los que atacaba con uñas y dientes, sólo podía ser... ¡un licántropo!

Hoy, casi un siglo después, el misterio de estos hechos perdura entre la población que como herencia, ha ido pasando de padres a hijos la historia que aún llena de miedo a los escuchas: la leyenda del Hombre Lobo de Colombia.


CITA DE AMOR

Ella era una angelical jovencita de largas y hermosas trenzas. Se llamaba Mariana. El, Alonso, un apuesto joven muy trabajador en las labores del campo. Estaban profundamente enamorados y querían casarse.

Finalizaba el siglo XIX. Todas las tardes ella lo esperaba, sentada en una bardita baja que circundaba su pequeño y florido jardín.

Terminadas las labores, él corría presuroso a verla y allí platicaban y hacían planes. Sin embargo, éstos no podrían realizarlos pronto; carecían de dinero suficiente para casarse y hacer su casita.

Cierto día, Mariana se asombró de verle rondar la casa en horas que no eran las habituales. El le explicó que había estado hablando con sus padres y que ellos le habían aconsejado que se fuera a trabajar algún tiempo al extranjero y que estaba decidido a hacerlo. Sólo así reuniría algún dinero y podrían realizar sus sueños.

Llegó el día en el cual Alonso tenía que partir. Muy triste acudió al jardincito a despedirse de su amada; a hacerle promesas de amor y a repetirle que regresaría pronto. Ella le juró esperarle y le prometió que, el día que llegara, la encontraría siempre en el  mismo sitio  de sus citas.

Con el corazón destrozado partió Alonso. Pasó un año trabajando muy duro y pensando constantemente en el día de su regreso.

Y, cuando consideró tener el dinero suficiente para la realización de sus planes, volvió.

Ni siquiera llegó a la casa de sus padres. Se dirigió primero a la de su amada. Su corazón le dio un vuelco emocionado cuando, a lo lejos, pudo distinguir la silueta de Mariana, esperándolo, sentada en la pequeña barda del jardín, con el vestido celeste que a él tanto le gustaba.
Dejando en el suelo sus cosas, de puntitas y procurando no hacer ruido, se acercó. Ella le daba la espalda. Sus hermosas trenzas brillaban con el sol que ya estaba ocultándose. Al llegar junto a ella, emocionado la abrazó, pero, al hacerlo, su júbilo se convirtió en miedo y en angustia. Aunque estaba seguro de haberla abrazado, no había sentido su cuerpo entre sus brazos y, al separarlos de ella, ya no estaba.

Lleno de zozobra entró a la casa. Allí encontró a los padres de Mariana llorosos y vestidos de luto. Hacía ocho días que Mariana había muerto.

Sin embargo, su promesa estaba cumplida. Ella, como lo había prometido, estaba esperándole en su cita de amor.

LEYENDAS DE OAXACA


EL FLECHADOR DEL SOL


Eran dos árboles gigantes que existían en el fondo de una misteriosa cueva en tierras de Apoala. Dos árboles gigantes nacidos a la orilla del río Achiutl que corría bajo la sombra de aquellas rocas. Dos árboles distantes que llegaron a amarse tanto que entrelazaron sus ramas y unieron sus raíces.

Y de ese fantástico amor nació el primer hombre y la primera mujer mixteca.

Con el tiempo aquellos seres nacidos misteriosamente tuvieron hijos, y los hijos de los hijos fundaron la ciudad de Achiutla.

Fue en ese lugar de origen legendario donde naciera un hombre llamado Yacoñooy, también conocido como Mixtecatl.

Cuando Mextecatl creció llegó a convertirse en un valeroso y audaz guerrero que cierto día, armado sólo de su arco, su saeta y su escudo decidió salir a conquistar tierras.

Por mucho tiempo caminó sin rumbo fijo. Por días y días no descansó un solo instante, aunque sentíase cansado por lo largo de la caminata al través de una tierra fragosa en extremo además de sentirse alumbrado por el calor del sol; mas impulsado por una fuerza misteriosa proseguía su caminata hasta llegar a una tan vasta como deshabitada extensión en donde no halló nada que estorbara su paso. Sólo el sol brillaba esplendoroso como dueño y señor de aquellas tierras; tierras que Yacoñooy codició para él por frescas y hermosas. Y como no encontró guerrero con quien medir sus armas y juzgando que el astro del día era el señor de aquellas tierras, preparó su arco y dirigiéndose al cielo exclamó:

– ¡Eh, tú, Señor de la tierra! Mide tus fuerzas conmigo y dispara tu arco que alguno de los dos debe morir; porque he decidido que uno sólo de nosotros tiene que ser el dueño absoluto de estas tierras tan hermosas.
Y luego, en son de reto, se dispuso a lanzar sus dardos, no sin tratar de dar tiempo a su enemigo a prepararse para el duelo, como si en verdad el señor Sol fuera a dar batalle, para después apresuradamente disparar sus flechas.
Era la hora del crepúsculo vespertino, y el cielo se fue matizando de rojo.

Yacoñooy, impasible, contempló al Sol que se hundía tras las montañas, y como las nubes en ese instante se tiñeran más intensamente de rojo, exclamó dando gritos de triunfo:
– ¡Te he vencido, te he vencido! La fuerza de mi brazo te ha causado la muerte. Tras esos cerros estás herido; ya por siempre no volverás a ser el dueño de estas tierras. Lástima que no pueda contemplarte revolcándote en tu propia sangre. ¡Qué diera por verte morir a mis pies!

El valiente mixteca esperó en silencio, latiéndole apresuradamente el corazón. Tal vez la última flecha de su enemigo podría ser disparada a traición, mas como el tiempo pasara y el Señor Sol no daba señales de vida, entendió que su enemigo había dejado de existir y gritó:

– ¡He dado muerte al Sol, señor de estas tierras, y por derecho de conquista ahora sólo yo soy su dueño! Yo he matado al Sol, mi rival. Mis flechas traspasaron su corazón. ¡El señor Sol está muerto, muerto! Y son mías, sólo mías, todas estas tierras, y con la vida pagará aquel que me las quiera disputar.

Y seguro de su victoria, señoreó con su triunfo todo cuanto alcanzaba su mirada.

Poco tiempo después, las tierras que fueron del Señor Sol, los hermanos de raza de Yacoñooy fundaron Tilantongo.


Y desde ese día entre los mixtecas se estableció la costumbre de pintar la escena del Sol vencido por Yacoñooy en escudos, jícaras y tecomates en gratitud al Flechador del Sol, que por tal hecho se había convertido en un héroe mixteca, habitantes del país de las nubes.

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