martes, 4 de septiembre de 2012

LECTURAS DEL RINCON 2012-2013

LECTURA DE TEXTOS COMPLETOS "ABANICO DE LECTURAS".

SUGERENCIAS PARA EL ÍNDICE LECTOR DE LOS TRES GRADOS DE SECUNDARIA.


LAS MARIONETAS

Texto literario: Leyenda                                                                      Guadalupe Appendini
                                                                                                                (1932-         ), México.

Don José Oviedo, un hombre muy conocido y estimado en la ciudad de Celaya, quien falleció a la edad de 96 años en l984, fue un cuentista simpático que sabía todas las historias del lugar por lo que era muy visitado por infinidad de amigos.

Entre todas las fábulas que contaba, platicaba una historia tenebrosa que a él personalmente le sucedió y que ahora se cuenta como una leyenda graciosa de Celaya.

Toda la gente le decía “El Capi Oviedo”,  y cuentan las personas que lo conocieron que era un joven simpático y muy alegre. Siempre  fue el primero en todo, por eso le llamaban “Capitán”, y todos sus amigos lo seguían. Desde chamaco se manifestaron en él sus inquietudes artísticas y literarias al grado que en su madurez, fue nombrado mentor, apreciado por varias generaciones a las que impartió sus conocimientos.

A este joven inquieto  le gustaba el arte dramático pero como  por aquel tiempo era mal visto que un muchacho se inclinara por la carrera de actor, pensó dar funciones de títeres para con toda tranquilidad dar representaciones de obras como Barba Azul, Cruz del Diablo,  La Llorona y otras piezas más.

Dicen personas que lo conocieron que dentro de sus amenas charlas, el maestro José Oviedo relataba la experiencia que tuvo  en su juventud. En su casa de la calle de Hidalgo, hizo instalar el teatro y pensó dar funciones los sábados y domingos. Ideó cómo realizar las decoraciones,  las que obviamente deberían  de  cambiar según  la obra
que presentara. Comenzó a estudiar las piezas, los personajes y los vestuarios de los polichinelas. Una vez que tuvo un elenco completo, mandó hacer con  un artesano de Guanajuato los muñecos. Los títeres tenían   un tamaño regular y los trajes estaban hechos a conciencia por una viejita modista, la que los hacía de brocados, encajes y terciopelos.

Cuando el “Capi Oviedo” tuvo todo  listo, los amigos con una corneta agujerada anunciaban en las esquinas que se estrenaría un teatro de títeres con las mejores marionetas del mundo... en la calle de Hidalgo. Los muchachos de sus casas habían  llevado sillas, las que acomodaron en el patio y el “Capi” había realizado el pequeño foro con gran ingenio.

Por fin llegó el día de la inauguración. Fue tal el éxito, que muchas personas estuvieron paradas durante la función. “El Capi” y sus amigos eran los que movían los títeres cambiando magistralmente sus voces según el muñeco que actuaba.

Sábados y domingos se llenaba el teatro. Oviedo iba agrandando su colección de muñecos, aquello tenía muy buenos resultados.

El “Capi” no dormía preparando nuevas obras, ideando personajes y sus vestuarios; también pensaba alquilar un local  pues su casa era insuficiente para tanta gente que asistía al espectáculo. Estaba nervioso, pero era tal su entusiasmo, que no le pesaba pasarse la noche en vela estudiando las piezas teatrales.

Así pasó algún tiempo; ya era famoso en la ciudad y él se sentía  feliz con su teatro. Pero un día don José estaba recostado leyendo, serían como las once de la noche, cuando escuchó algo extraño;  el tendedero donde tenía colgados los muñecos se empezó a mover, oía cómo sonaba la madera al pegarse unos con otros. Por un momento pensó que sería el viento, iba a levantarse pero resolvió quedarse quieto, no quería ni respirar hasta comprobar si lo que estaba pensando era cierto... seguía escuchando extraños movimientos, pasos y como que los títeres bailaban en la tarima del foro. Se tallaba los ojos, movía la cabeza; estaba bien despierto pero ¿sería posible que sus marionetas fueran a moverse solas? Trató de dormir, cerraba fuertemente los ojos, ni así lograba conciliar el sueño. A la vez, sentía temor de levantarse, le dio escalofrío y el miedo se apoderó de él y en ese estado pasó el resto de la noche.

Al día siguiente, con lo fresco de la mañana, se sintió otro, se dio valor y fue al lugar en donde tenía sus muñecos y cuál sería  su sorpresa que los muñecos que tenía separados en el tendedero, todos juntos y una pareja de títeres que tenía en una caja,  estaban afuera. Supuso que eran los mismos que habían bailado toda la noche. Aquello lo aterró, le entró un sudor frío que le corría por todo el cuerpo y sintió que se iba a desmayar, pero tomó fuerzas de flaqueza, se dio un baño con agua helada y se serenó.

Con nadie comentó lo que había sucedido, pero tuvo la idea de consultarlo con un sacerdote carmelita que era amigo suyo, el que le dijo que seguramente habían sido figuraciones de él; posiblemente  estaba muy cansado y lo soñó dándolo por hecho. Que se fuera tranquilo y se olvidara del asunto.

“El Capi” seguía obsesionado con lo que había ocurrido, sabía que no era producto de su imaginación, que lo que oyó y vio, fue real, pero trataba de consolarse diciéndose para sí que había sido un mal sueño.
Continuó dando sus funciones que cada día tenían más éxito,  pero en una ocasión que presentaba en su teatrito una obra de un tribunal, uno de los muñecos, el que hacía de juez, le clavó sus ojos con una mirada  tan penetrante, como desafiante, que sintió “la muerte chiquita”. No quería mirar a la cara del muñeco que parecía  le quería decir algo. Acabó la función de títeres y el pobre “Capi”, con la cara descompuesta, anunció a su público que por algún tiempo no habría función por tener que salir a la Ciudad de México para tratar un asunto urgente. Aquello llenó de pena a los asiduos asistentes a las representaciones, que se habían aficionado al espectáculo, pero él nervioso y preocupado, con su habitual  simpatía les dijo que pronto regresaría, que iba a traer más obras y conseguir otros títeres.

Lo cierto es que estaba tan asustado, que llegó a pensar que era  cosa del demonio, como si sus muñecos hubieran cobrado vida y fueran seres humanos. Decidió dejar los títeres para siempre.

Don José contaba a sus oyentes que poco tiempo después de dejar su afición, tuvo un sofocón por haber perdido en un juicio su casa de la calle de Hidalgo. Y estando una tarde meditabundo, se acordó del muñeco juez, que al mirarlo fijamente a los ojos le advertía que algo estaba pasando, lo que él no entendió  hasta que en el litigio perdió su residencia.

Poco tiempo después se corrió la voz por el pueblo que en la casa de los Oviedo, en la calle de Hidalgo, espantaban, que todas las noches se escuchaban zapateados de muñecos, así como cantos y aplausos, como si los títeres del “Capi” hubieran cobrado vida y salieran a dar función noche a noche.

Mucho tiempo se habló de las cosas extrañas que sucedían las noches de los sábados y domingos en la casa de los Oviedo. La conseja se extendió por Celaya y sus alrededores, al grado que  a la gente le daba miedo pasar frente a la residencia , en la que el “Capi” daba sus funciones, a la que el pueblo llamaba “La Casa de los Títeres”.

Y la historia que sucedió a principios del siglo, se convirtió en una leyenda que todavía se platica en la ciudad de Celaya, sobre todo a los jóvenes que descuidan sus estudios por jugar al teatrito.

 

 

EL GRAN GRAMATIZADOR AUTOMÁTICO


Texto literario: Cuento (Ciencia Ficción)                         Roald Dahl
                                                    (1916 – 1990), Inglaterra.


El hombre que estaba detrás de la mesa atrajo hacia sí un periódico doblado y se puso a leer:
“Acaba de concluirse la construcción de la gran calculadora automática, encargada por el gobierno hace algún tiempo. Probablemente se trate de la calculadora automática más rápida que existe actualmente en el mundo. En cinco segundos da la respuesta correcta a un problema que un matemático tardaría un mes en descifrar”.

El señor Bohlen levantó la mirada y dijo a Adolph Knipe, el joven de cara melancólica:
– No creo que sea necesario recordarle que su contribución ha sido muy importante, sobre todo en los planes originales. ¿Le apetecería tomarse una semana de vacaciones? Le sentarán bien. Se las merece.

Adolph Knipe regresó en autobús a su casa y se sentó ante la máquina de escribir que estaba en la mesa. Se inclinó hacia delante y leyó la hoja a medio mecanografiar que había en la máquina. Se titulaba “Escapada difícil” y empezaba como sigue: Era una noche oscura y tormentosa, el viento soplaba entre los árboles y llovía a cántaros...

Justo en ese momento sus ojos y su boca empezaron a abrirse lentamente en un gesto de sorpresa: levantó despacio la cabeza y se quedó absolutamente inmóvil.
Era la primera vez en muchos meses que Adolph Knipe sonreía.
– Es una idea fantástica, pero tan impracticable que en realidad no merece la pena pensar en ella.

A partir de entonces Adolph Knipe no pensaba en otra cosa. Cogió un papel y tomó algunas notas preliminares, pero no llegó muy lejos. Casi inmediatamente volvió a toparse con la conocida verdad de que una máquina, por muy ingeniosa que sea, no es capaz de pensar por sí misma.

Pero, qué demonios, la teoría es cierta en lo esencial, y es razonable pensar que podrá construirse una máquina con el mismo sistema que la calculadora electrónica, transformándola de modo que colocase palabras en un orden determinado en lugar de números, acorde con las reglas gramaticales. Se introducen verbos, nombres, adjetivos y pronombres; se almacenan en la selección de memoria a modo de vocabulario, y con un mecanismo adecuado se extraen cuando sea necesario.

Knipe puso manos a la obra inmediatamente, y los días siguientes fueron de intenso trabajo. El cuarto de estar estaba atestado de hojas de papel: fórmulas y cálculos, miles y miles de palabras, argumentos de cuentos, con interrupciones y subdivisiones extrañas.

Trabajaba con auténtico júbilo. Al decimoquinto día de trabajo ininterrumpido metió los papeles en dos grandes carpetas y los llevó casi corriendo a la oficina de John Bohlen.
Adolph Knipe colocó las carpetas sobre la mesa.
  ¡Mire, señor Bohlen, mire ésto! –exclamó.
Y se lo contó todo. Abrió las carpetas y plantó el proyecto ante el sorprendido hombrecillo.
– ¿Sabe una cosa, Knipe? Pienso que está usted como una cabra.
– ¡Pero, señor Bohlen, funcionará! ¡Acabo de demostrárselo! ¡No puede usted negarlo!
– Cálmese.

Knipe miró a su jefe con odio creciente.
– Después de todo, muchacho, ¿de que podría servirnos? ¿Quién diablos va a comprar una máquina que escriba relatos? Además, ¿qué dinero nos producirá?

Con su permiso, señor Bohlen, me gustaría explicarle cómo se me ocurrió hacer esto.
– Adelante, Knipe, adelante.
– Verá, con mi máquina, gracias a un coordinador adaptado entre la sección de “memoria” de argumentos” y la de “memoria de palabras”, puedo producir cualquier tipo de relato que quiera, simplemente apretando el botón correspondiente.
– Lo sé, Knipe, lo sé. Es muy interesante; pero, ¿a dónde quiere usted ir a parar?
– A lo siguiente, señor Bohlen: el mercado es limitado. Tenemos que producir el material adecuado en el momento justo, y siempre que lo deseemos. Es simplemente una cuestión de negocios.
– Pero, mi querido muchacho, no es posible considerarlo como una propuesta comercial. Nunca podría serlo. Usted sabe tan bien como yo lo que cuesta construir una de esas máquinas.
– Sí, señor, lo sé; pero, con todos mis respetos, creo que usted no sabe lo que pagan las revistas a los escritores por esos relatos.
– ¿Cuánto?
– Hasta dos mil quinientos dólares. La media es probablemente de unos mil dólares.
El señor Bohlen dio un respingo.
– ¡Pero Knipe, es imposible! ¡Es ridículo!
– No, señor. Es la verdad.
– ¿Quiere usted decir que esas revistas dan dinero así por las buenas a cualquiera por... por garrapatear un cuento? ¡Vamos, Knipe! ¡Entonces todos los escritores serían millonarios!
– ¡Ésa es la cuestión, señor Bohlen! Ahí es donde interviene mi máquina.

Esta máquina puede producir un relato de cinco mil palabras, mecanografiarlo y terminarlo en treinta segundos. ¿Cómo pueden competir con ella los escritores? Dígamelo, señor Bohlen.

Al llegar a este punto, Knipe observó que en la expresión del hombre se había producido un leve cambio.

Prosiguió inmediatamente:
– Hoy en día un artículo hecho a mano no tiene ningún porvenir, señor Bohlen. No puede competir con la producción en serie, sobre todo en este país, y usted lo sabe. A nadie le importa cómo se hacen las cosas con tal de que se vendan. ¡Los venderemos al por mayor, señor Bohlen! ¡Rebajaremos los precios para competir con todos los escritores del país! ¡Acapararemos el mercado!

El señor Bohlen estaba sentado en el borde de la silla. Se inclinó hacia delante, con los codos encima de la mesa, una expresión de interés y los ojos clavados en su interlocutor.
– Sigo pensando que es impracticable, Knipe.
– ¡Cuarenta mil a la semana! –exclamó Adolph Knipe-. ¡Y aunque lo reduzcamos a la mitad y lo dejemos en veinte mil a la semana, es un millón al año! –y añadió con dulzura-: no ha ganado usted un millón al año por construir la calculadora electrónica, ¿no es así, señor Bohlen?
– ¿Y cómo piensa venderlos? ¿Quién dirá que los ha escrito?
– Mantendremos una agencia literaria para distribuirlos y nos inventaremos los nombres que queramos para los escritores.
– No me gusta, Knipe. Me huele a juego sucio. ¿No le parece?
– Si usted lo desea, señor Bohlen, nada nos impide que algunos de los mejores relatos vayan firmados por usted.
– ¡Pero hombre, Knipe! ¿Para qué iba a querer yo eso?
– No lo sé, señor, pero algunos escritores llegan a ser muy respetados, como el señor Erle Gardner o Kathleen Norris, por ejemplo.

En los ojos del señor Bohlen apareció momentáneamente una expresión soñadora y distante, y sonrió.
– Hay algo que no acabo de entender, Knipe. ¿De dónde salen los argumentos? Es imposible que los invente la máquina.
– Los introducimos nosotros, señor. No hay ningún problema. En esa carpeta de la izquierda hay unos doscientos o trescientos. No hay más que introducirlos en la sección de “memoria de argumentos” de la máquina.

Al final, el señor Bohlen dijo que tenía que pensarlo un poco más, y al cabo de una semana estaba verdaderamente encantado.

Fue un momento emocionante cuando los dos hombres se colocaron ante el tablero de control, en el pasillo, dispuesto a producir el primer cuento.
– Señor Bohlen –dijo Adolphe Knipe, muy serio-, ¿se da usted cuenta de que en este preciso instante puede usted convertirse en el escritor más polifacético de este continente con sólo mover el dedo meñique?
– Venga, Knipe, vayamos al grano y dejémonos de tonterías, haga el favor.
– Ya está hecha la selección –dijo-. Y ahora... –vamos allá!, -y casi en ese mismo momento, por una ranura que había a la derecha del tablero de control, empezaron a aparecer hojas de papel de tamaño holandesa que iban cayendo en una cesta.
– ¡Ya está! –exclamó Knipe–. ¡Aquí tiene su cuento!

Cogieron las hojas y se pusieron a leer. La primera empezaba del siguiente modo: “Aifkjmbsaoegweztpplnvoqudskigt, fuhpekannbrtyiuolkjhfodsazxcvbnimper, ruitrehdjkgmvnb, wnsay...”  Miraron las demás. El estilo era muy parecido en todas. El señor Bohlen se puso a dar de gritos. El joven trataba de tranquilizarlo.
– Todo va bien, señor. De verdad que sí. Sólo hay que hacer un pequeño arreglo.
– Esto no funcionará jamás –dijo el señor Bohlen.
– Tenga paciencia, señor; tenga paciencia.

Adolph knipe se dispuso a descubrir el fallo, y a los cuatro días aseguró que tenía todo listo para un nuevo intento.

Knipe sonrió y apretó el botón de selección.

En esta ocasión empezaba de la siguiente manera:
“Pocaspersonassabenquesehadescubiertounanuevacunarevolucionariaquepuedeaportarunaliviopermanenteaaquellosquepadecenlaenfermedadmásterribledenuestraépoca...” y lo demás estaba igual.
– ¡Esto es un galimatías! –exclamó el señor Bohlen.
– No, señor, está bien. ¿Es qué no lo ve? Lo que ocurre es que no se han separado las palabras, pero tiene fácil arreglo.
Unos días más tarde todo salió a la perfección, incluso la puntuación. El primer relato que sacaron, destinado a una famosa revista femenina, tenía un argumento sólido, lleno de intriga.

– ¡Es impresionante, señor Bohlen! ¡Exactamente como tiene que ser!

El señor Bohlen accedió a montar una agencia literaria en una oficina del centro y a poner a Knipe al frente de la misma. Llevó a cabo esta tarea en un par de semanas, pasadas las cuales Knipe envió los doce primeros relatos. Él firmó cuatro, puso el nombre del señor Bohlen en otro y se inventó nombres para los restantes. Cinco fueron aceptados inmediatamente. Devolvieron el que iba firmado por el señor Bohlen, con una nota del editor que decía: “Es un buen trabajo, pero, en nuestra opinión, no está bien acabado. Nos gustaría examinar más obras de este escritor...” Adolph Knipe cogió un taxi hasta la fábrica e hizo otro relato para la misma revista.
Volvió a firmarlo con el nombre del señor Bohlen y lo envió inmediatamente. Lo compraron. Decidieron transformar la máquina para que escribiera novelas además de relatos cortos. El señor Bohlen, ansioso de mayores éxitos en el mundo literario, se empeñó en que Knipe acometiera inmediatamente aquella tarea prodigiosa.

– Quiero hacer una novela –decía constantemente el señor Bohlen. –Quiero hacer una novela.

– Mire, señor Bohlen, con el tablero de mandos que estoy montando podrá usted escribir el tipo de libro que desee.
Y así fue, pues al cabo de dos meses el genial Adolph Knipe no sólo había transformado la máquina para que escribiera novelas, sino que también había construido un sistema de control fantástico que permitía al autor, literalmente, preseleccionar cualquier clase de argumento y de estilo.
Para empezar, al pulsar uno de los botones principales, el autor tomaba la primera decisión para incluir la novela en una de las siguientes categorías: histórica, satírica, filosófica, política, romántica, erótica, humorística. Después, entre la segunda fila de botones (que eran los básicos), elegía el tema: vida militar, época de los pioneros, guerra civil, guerra mundial, problema racial, salvaje oeste, vida en el campo, recuerdos de infancia, vida en el mar, fondo del mar y muchísimos más. La tercera fila de botones permitía elegir el estilo literario: clásico, fantástico, picante, Hemingway, Faulkner, Joyce, femenino, etc. La cuarta fila era para los personajes; la quinta, para el léxico, y así sucesivamente, hasta diez largas filas de botones de preselección.

Pero esto no era todo, mediante un sistema podía matizar o mezclar continuamente cincuenta elementos distintos y variables, tales como tensión, sorpresa, humor, patetismo y misterio.

Cuando estuvo todo listo llevó orgulloso al señor Bohlen al edificio en que se encontraba la máquina y le explicó el funcionamiento de aquella maravilla.

El señor Bohlen oprimió cuidadosamente los botones de preselección con un solo dedo.

Botón Principal:         satírico.
Tema:                         problema racial.
Estilo:                         clásico.
Personajes:                seis hombres, cuatro mujeres, un niño pequeño.
Longitud:                   quince capítulos.

Al mismo tiempo vigilaba atentamente tres registros de órgano que llevaban el rótulo de intensidad, misterio y profundidad.
– ¿Preparado, señor?
– Sí, sí. Estoy preparado.

Knipe apretó el conmutador. La gran máquina zumbó.
– Le felicito por su primera novela –dijo Knipe, recogiendo el gran montón de hojas mecanografiadas de la cesta.

La cara del señor Bohlen estaba perlada de sudor.
– ¡Mi trabajo me ha costado, muchacho!
– Pero lo ha hecho, señor; lo ha hecho.
– Déjeme ver, Knipe, qué tal ha quedado.

Empezó a revisar el primer capítulo, pasando cada página que acababa al joven.
– ¡Dios mío, Knipe ¿Qué es ésto?

El fino labio de pez del señor Bohlen tembló ligeramente al pronunciar aquellas palabras y sus carrillos se hincharon poco a poco.
– ¡Yo no puedo firmar una cosa así!
– ¿Por qué no lo intenta otra vez?

El señor Bohlen escribió otra novela, y en esta ocasión salió tal y como estaba previsto.
En el plazo de una semana un editor leyó el manuscrito y lo aceptó entusiasmado.

Fue en esa época cuando el joven Knipe empezó a hacer gala de un verdadero talento para los negocios.

– Mire, señor Bohlen dijo un día-, todavía tenemos demasiada competencia. ¿Por qué no absorbemos a todos los escritores del país?
– No entiendo a qué se refiere, muchacho. No se puede obsorber a los escritores así como así.
– Claro que se puede, señor. Es lo que hizo Rockefeller con las compañías petrolíferas. Simplemente se les compra, y si no quieren venderse, se les aplasta. ¡Es muy fácil!
– Hay que andarse con cuidado, Knipe, con mucho cuidado.
– Tengo una lista de los cincuenta escritores de mayor éxito del país, y lo que he pensado es ofrecerles a cada uno un contrato de por vida. Lo único que tienen que hacer es comprometerse a no volver a escribir ni una palabra y, naturalmente, permitirnos que firmemos nuestra producción con sus nombres.

Knipe, con su lista de escritores en el bolsillo, fue a visitarlos en un gran Cadillac con chofer. En primer lugar, fue a ver al hombre que encabezaba la lista, un escritor extraordinario. Le explicó de qué se trataba el asunto, un contrato que le garantizaba cierta suma al año durante el resto de su vida para que lo firmase. El escritor lo escuchó educadamente, llegó a la conclusión de que se había topado con un loco, le ofreció una copa y a continuación lo acompañó a la puerta sin más preámbulos.
El segundo escritor de la lista, cuando comprendió que Knipe hablaba en serio, lo agredió con un gran pisapapeles metálico, y el inventor tuvo que salir disparado al jardín, dejando tras de sí un torrente de insultos y obscenidades como no había oído jamás.
Pero Adolph Knipe no se desanimó por tan poca cosa, y salió otra vez para ver a su próximo cliente. Se trataba de una mujer, famosa y popular, cuyas gruesas novelas románticas se vendían a millones en todo el país. Recibió a Knipe con amabilidad, le sirvió el té y lo escuchó con suma atención.
– Es realmente fascinante –dijo-, pero me cuesta trabajo creerlo.
– Señora –replicó Knipe–, venga conmigo y véalo usted misma. Mi coche nos está esperando.

Salieron y, al poco tiempo, la asombrada señora penetró en el edificio que albergaba la máquina prodigiosa. Knipe le explicó con vehemencia su funcionamiento y al cabo de un rato incluso le permitió que ocupase el asiento del conductor y practicase con los botones.

– Muy bien –dijo Knipe de repente-. ¿Quiere usted hacer un libro ahora mismo?
– ¡Sí, sí! –exclamó la escritora-. ¡Por favor!, y produjo una larga novela romántica y llena de pasión. Leyó el primer capítulo y quedó tan entusiasmada que firmó el contrato en el acto.
– Ya nos hemos quitado a una del medio –le dijo después Knipe al señor Bohlen-. Y, además, bastante importante.
– Buen trabajo, muchacho.
– ¿Sabe usted por qué ha firmado?
– ¿Por qué?
–No es por el dinero. Le sobra.
– ¿Entonces?
– Porque ha visto que el material hecho a máquina es mejor que el suyo.
De allí en adelante Knipe tomó la sabia decisión de concentrar sus esfuerzos en los mediocres. Los que eran un poco mejores –y había tan pocos que no importaban demasiado- no parecían fáciles de seducir.

Al final, y tras varios meses de trabajo, había convencido aproximadamente al setenta por ciento de los escritores de su lista para que firmaran el contrato.

Se calcula que el año pasado, al menos la mitad de las novelas y los cuentos publicados en lengua inglesa fueron producidos por Adolph Knipe con el gran gramatizador automático.

¿Les sorprende?
No lo creo.

Y aún no ha llegado lo peor. A medida que se divulga el secreto aumenta el número de los que corren a asociarse con el señor Knipe, y el tornillo se va apretando con más fuerza sobre los que no se deciden a firmar.

En este preciso momento, mientras oigo los alaridos de hambre de mis nueve hijos en la otra habitación, noto que mi mano se acerca más y más a ese contrato dorado que está al otro lado de la mesa.
¡Oh, Señor, danos fuerzas para dejar que nuestros hijos mueran de hambre!


EL INSTANTE, EL VACÍO

Texto literario: Cuento                                                                        Vizania Amezcua
                                               Publicado en Crítica
3:45 a.m.
No existe instante que parezca transcurrir más lento que aquel en el que un hombre ve su vida en peligro. Salomón está en ese preciso instante. Salomón al borde de un balcón del que se sujeta con ambas manos porque está a punto de caer. Y las manos: delgadas y un tanto arrugadas, de venas saltonas, ceden poco a poco al cansancio; el sudor lubrica la superficie fría del balcón y Salomón, vestido de traje y corbata, se resbalaba en la certeza de desplomarse. Todo lo que ha hecho, visto, oído, dicho, se aglutina en su cabeza durante esos instantes, en un remolino tan incomprensible como frenético. El rostro de Salomón y la mueca de horror: las arrugas de su frente remarcadas en ese gesto exagerado, sus ojeras que parecen volverse más oscuras, su boca que se abre casi a punto de que las comisuras comiencen a sangrar, y desde su garganta ningún sonido es emitido. Ese instante y una pausa extra, como si la muerte se portara benévola con él y le diera unos instantes para despedirse, para mirar la vida por última vez en el intenso espanto de un hombre a punto de precipitarse sobre una acera gris y por la que nadie parece transitar a esa hora.

3:45 a.m.
Emilio se quedó atónito ante la imagen que acababa de descubrir: un hombre que parecía estar a punto de caer de un quinto piso. Emiliano podía ver al hombre sujetado del balcón con las dos manos, e intuía que éstas se resbalaban poco a poco, que no resistirían mucho tiempo más. Lo veía de espaldas, vestido con un traje arrugado, inmóvil; su corto cabello revuelto por el viento que corría allá arriba, colgando en medio de un silencio abrumador porque el hombre que estaba a punto de desplomarse. Escena en la que Emiliano era el único espectador, el único ser que podía hacerse responsable, en ese instante, de toda la angustia que implicaba la imagen. Esa angustia que lo inmovilizaba, que parecía pegarlo al piso y hacer que su cerebro no atinara a reaccionar en el orden coherente para que intentara ayudar al hombre que no tardaría mucho en desplomarse sobre la acera gris de esa madrugada fría.

3:15 a.m.
El bar se iba quedando paulatinamente solo. Los camareros comenzaban ya a recogerlo todo, a voltear y poner las sillas sobre las mesas. La música que emergía de las bocinas, entre la media luz, permanecía aún como el único recuerdo de lo que instantes atrás había sido una noche de sábado en un espacio lleno de gente que bebía, fumaba, parejas que bailaban, labios de besos furtivos. Al fondo del bar, sentados, vestidos de traje, quedaban aún cuatro hombres que continuaban bebiendo pese a su estado de evidente embriaguez. Los camareros parecían no desear otra cosa que el hecho de que aquellos hombres decidieran retirarse. Finalmente uno pidió la cuenta y los cuatro se levantaron, entre el desorden de sus movimientos embrutecidos y el ruido de una botella que cayó al piso, para marcharse riendo todavía. Salomón se despidió de ellos a escasas cuadras del bar y caminó, tambaleándose, sobre la acera gris y solitaria de aquella madrugada fría.

Necesitaba un poco de calor: necesitaba ver a Irene nuevamente, después de tanto tiempo, y hundirse con ella entre las sábanas. Continuó caminando por las calles desiertas, bajo las luces amarillentas de los faros públicos, guiados por ese deseo y una memoria, que a pesar del exceso, recordaba el sitio en donde Irene vivía. Al llegar al edificio de la calle que aún tenía presente, se detuvo y casi se cayó de espaldas cuando miró hacia arriba tratando de encontrar el balcón del quinto piso, del departamento de Irene. Timbró el interfón varias veces, hasta que una voz, la de ella, le respondió adormilada y de mal humor cuando Salomón dijo su nombre con el balbuceo de un hombre borracho. Al abrirse la puerta del departamento él vio a Irene tan delgada como la recordaba, bajo la minúscula bata de seda que dejaba entrever su desnudez. Intento abrazarse a ella, pero Irene rechazó el abrazo de inmediato y le rogó que se marchara. Salomón insistió en quedarse y ella accedió con una mueca de desagrado pero con la intención de hacerlo marcharse poco tiempo después, y fue a la cocina para prepararle un café con la esperanza de lograr ponerlo un poco más sobrio para que él pudiera irse. Salomón se quedó en la sala y se dejó caer sobre uno de los sillones. El departamento de Irene era pequeño, asfixiante entre tanto mueble, y Salomón comenzó a sentir demasiado calor. Se levantó y abrió la puerta del balcón, trastabillando, y se apoyó en el barandal. Sentía cómo todo a su alrededor se balanceaba, cómo su equilibrio adormecido lo hacía tambalearse hacia el vacío, fuera del balcón, a donde se inclinaba más a cada instante, tanto que, en un segundo, su equilibrio se perdió totalmente y ante su repentina pérdida y la visión de un piso que se acercaba a su cara, Salomón quedó colgando del balcón del quinto piso, mientras Irene se refugiaba en la cocina, dejando que el silbido de la cafetera se alargara intensificándose.

3:30 a-m.
Ese sábado por la noche Emilio fue a cenar y a beber en el departamento de unos amigos en el sur de la ciudad. Había pasado una buena velada hablando sobre viejos recuerdos estudiantiles y sobre la novela que comenzaría a escribir muy pronto: el afán de que ésta fuera efectivamente un intento que no se quedara truncado como los otros tantos que había esbozado tiempo atrás. Esa noche Emilio había coqueteado una vez más con Sofía: niña celta en constante desvelo, con la intención de que esta vez fuera lo que tanto había deseado Emilio, sin decirlo, en la que Sofía accediera a marcharse con él, a decirle que sí, a dormir juntos para no agregar una noche más a su vida de sueños solitarios. Pero ella, nuevamente, sin decirlo, dejó muy claro que no se iría con él y, poco después de las 3:30 de esa madrugada, Emilio se marchó caminando a su casa, solo.

Mientras recorría las calles y miraba las casas y los edificios y escuchaba el ruido de sus pasos sobre las aceras solitarias de esa noche en que su sombra aparecía de acuerdo con los intervalos de la luz pública. Emilio hacía una mezcla de incoherentes pensamientos maniobrados por el alcohol fluyendo en su cerebro y el rostro de Sofía, tratando de averiguar qué era exactamente lo que no le agradaba a ella de él; hacía un esfuerzo por lograr darle un orden a sus ideas, pero la mezcla del alcohol y ese rostro no lograban dar los mejores resultados. Pensó muchas cosas sin lograr aclarar nada y sin que ese necio afán por Sofía desapareciera, mientras que el alcohol hacía lo suyo y lo llevaba a no dejar de fantasear con la noche en que finalmente ella accedería a irse con él, la noche en la que Sofía le haría saber, sin decirlo, que sí; y mientras eso fluía en su cerebro, llegó a la calle del edificio en la que se topó, abruptamente, con la imagen de un hombre que colgaba desde el quinto piso, aferrado con ambas manos del balcón, a punto de caer.

3:45 a.m.
El silbido de la cafetera mantiene absorta a Irene en la cocina. Salomón pende del balcón y sus brazos se entumen por el frío de esa madrugada, por el intento de resistir la caída; sus manos emiten un sudor frío que lubrica la superficie de los barrotes, haciéndolo resbalar. Intenta gritar, sin lograrlo, mientras siente las comisuras de sus labios desgarrarse. Intenta controlar esos caos de recuerdos e imágenes que se agolpa en su cabeza ante la inminente certeza de caer mientras permanece inmóvil, sintiendo cómo su embriaguez ha desaparecido por completo. Ese lapso parece transcurrir con la lentitud más grande que jamás soñó, puede pensar, recordar, aterrarse, decodificar cada idea e imagen que se mezcla en su cabeza, mucho más aprisa que nunca. De pronto siente una mirada fría en la espalda, e imagina, entre su convulso pensamiento, que se trata de la muerte que aguarda a que Salomón se despida y vea, por última vez, la vida en el horror de un hombre que está a punto de desplomarse. Voltea y se sorprende al ver que quien lo ve es un hombre y no la muerte, que quien lo ve permanece estático, como el único espectador angustiado de esa escena durante una madrugada fría.


UN DESEO CUMPLIDO

Texto literario: Cuento                                                            Rafael Pérez Gay
                                                                                            (1957 -     ), México.

Alonso tenía once años y un sueño enorme que ocupaba sus noches: atravesar la frontera de los quince. Detrás de esa línea del tiempo, Alonso imaginaba un paraíso de libertades y poderes casi mágicos: dormirse muy tarde, ir y venir solo por las calles, invitar a una amiga al cine,  beberse una cerveza y, si le daba gana, fumarse un cigarrillo en un café mientras hablaba con su amigo el Alce sobre El señor de los Anillos. Pero, de momento, aquel sueño era imposible. Nadie puede avanzar ni retroceder el tiempo como en una grabadora para trasladarse al futuro o regresar al pasado. Puestos a hablar, hay que decir esto: lo ocurrido tiene la ventaja de que puede ser guardado en la memoria como a uno le dé la gana. La tarde en casa del tío Zutano fue un tormento que casi me mata de aburrimiento; el día que mis amigos y yo oímos al grupo de rock Coldplay y jugamos Pure Crime en el game cube del Nintendo forma un edén en la memoria. En cambio, nadie puede recordar el futuro. Es difícil acordarse de lo que hicimos dentro de seis meses. En fin, una tristeza. No se puede ver el porvenir ni regresar al pasado. Así es la vida y nadie, ni la física cuántica, ha podido cambiar esta forma del tiempo.
Como a todos los jóvenes de su edad, a Alonso la escuela le parecía muchas veces un suplicio inmerecido. Una mañana, cuando el despertador lo empujó una vez más a la vigilia, a ese vació raro que se despliega antes de despertar y después de dormir, justo cuando no sabemos quiénes somos, ahí, en ese lugar misterioso, ocurrió lo inaudito.

Durante un rápido desayuno – jugo de naranja, huevos con jamón y pan tostado -, Alonso preguntó:
– ¿Ya se despertó mi papá?
– ¿Te desvelaste otra vez? Sigues dormido – le dijo su madre fumando el primer cigarrillo de la mañana frente al pozo negro de una taza de café –. Es muy temprano para hacer chistes Alonso.
– ¿Cuál chiste? ¿No va a bajar mi papá?
– Despierta, Alonso. Tu papá esta en su casa; si quieres verlo, llámale cuando regreses de la escuela.

Se sabe que cuando un anhelo se cumple, queda una vacante en el territorio de los deseos. Ese día quedaba un espacio vacío en la provincia de las ilusiones, pues a Alonso se le había cumplido su deseo: de un día para otro tenía dieciséis años y un examen de trigonometría en la preparatoria. Entre las once de la noche y las seis de la mañana de un día de febrero, su madre había envejecido cinco años. Sus padres se habían separado dos años atrás, él iba y venía libre por las calles y se dormía muy tarde. Un sueño realizado. Pero una ley importante del deseo dice que mientras se cumple algún sueño en el mundo, otros se desvanecen y se pierden para siempre.

Alonso despejó en su examen la incógnita de un ángulo mediante las fórmulas de senos y cosenos, pero el enigma de su vida no tenía solución esa mañana fugaz en que el tiempo se rompió como un cristal cuando se estrella en el suelo. La trigonometría cerraba la serie de exámenes de primero de preparatoria. Al salir de la escuela, el Alce le invitó una cerveza a Alonso.
– Perdí cinco años de mi vida –le dijo Alonso en voz baja, como quien refiere un secreto y una vergüenza al mismo tiempo.
– ¿Te metiste una traca, Alo?
– Nada, Alce. Te lo digo en serio: de un día a otro me salté cinco años.
– Si no te metiste nada, entonces te volviste loco.
Alonso sintió una vaga congoja, unas ganas extrañas de volver a la infancia, a la noche de febrero en que tenía once años, pero nunca encontró ese reino perdido; se fue para siempre, como una maleta que nunca llega a ningún aeropuerto. A lo mejor hay un lugar en donde guardan muchas maletas que contienen años perdidos.

No sé si lo han adivinado. El tiempo pasó y ahora Alonso escribe estas líneas. Entre otras cosas, la edad le ha enseñado que el único paraíso posible se encuentra en el presente.


EL ALMOHADÓN DE PLUMAS


Texto literario: Cuento                                                    Horacio Quiroga      
         (1878 - 1937), Uruguay.


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses –se habían casado en abril–, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol– producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial de estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aun vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego  los sollozos fueron retardándose, y aun quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar palabra.

Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

– No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle–. Tiene una gran debilidad que no explico. Y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas  y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y procedía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,  confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

– ¡Jordán! ¡Jordán – clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
– ¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia  lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre sus dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.

– Pst...  –se encogió de hombros  desalentado el médico de cabecera–. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...
– ¡Sólo eso me faltaba! – resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió por fin. La sirvienta, cuando entró después de deshacer la cama, sola ya miró un rato extrañada el almohadón.

– ¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas obscuras.

– Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
– Levántalo a la luz –le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo  dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

– ¿ Qué hay? –murmuró con la voz ronca.
– Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pensaba extraordinariamente. Salieron con él  y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos –sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche anoche desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
 

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