martes, 11 de septiembre de 2012

ANTOLOGÍAS I

ANTOLOGÍA: LEYENDAS DE LA REPÚBLICA MEXICANA

ÁREA DE FOMENTO A LA LECTURA. DGEST

 

(GUANAJUATO)



LA MUJER EMPALADA


Aquel viejo barretero, misterioso y huraño, de piel apergaminada y rostro cadavérico, que solamente una vez lo vi cuidando la bocamina de Peñafiel, que en su juventud fue lapidario de canteras y de pórfidos; según me lo dijo, me relató esta singular historia que parece leyenda.

“Desde que yo tenía quince años, me gustaba andar de noche por los cerros, barrancas y cañadas en busca de aventuras, pues mi abuela me contaba que el llanto de la Llorona se oía muy claramente en el silencio de las noches lluviosas; que la niña que tiene encantada a la ciudad de Guanajuato, bajaba a bañarse en las aguas de la presa de San Renovato en las noches de plenilunio; que las dos rocas llamadas de las Comadres, se convertían en mujeres el jueves santo de cada año para dialogar y perdonarse mutuamente las ofensas que se habían inferido en vida; que la carroza de don Melchor de Campuzano recorría envuelta en fuego el trayecto desde los Garridos al Panteón los sábados después de la media noche; el jinete descabezado que se aparecía en el camino de Valenciana, y no dejaba de galopar hasta llegar a San Javier, donde desaparecía, y los enormes murciélagos de la familia de los vampiros, que habitaban en las grietas de los contracielos de la mina de Garrapata, que por las noches salían a chupar sangre humana, cuyas muertes eran atribuidas a maleficios de las brujas que volaban por los aires...”.

Todas esas consejas acicateaban mi curiosidad para continuar en mis andanzas nocturnas, con el propósito de lograr ver alguna vez esas apariciones que me había relatado mi abuela.

Ya empezaba yo a desanimarme, cuando una noche tuve un encuentro que me produjo cierta impresión de miedo y terror.

Serían como las dos de la mañana cuando yo venía bajando del cerro de Sirena, cuando empecé a escuchar unos gritos lejanos de mujer que terminaban en gemidos. Al oír aquello, detuve el paso para precisar si en realidad eran lamentos de mujer, o el eco de algún ruido distante con esa semejanza.

Me di cuenta que esos dolorosos lamentos se producían en la cima del cerro del Cuarto, lugar un poco alejado de donde yo me encontraba.

Al principio, los quejidos eran continuos, pero cada vez se iban apagando hasta convertirse en silencio... ese silencio que a veces acusa grandes tragedias.

Desde luego aceleré el paso, dirigiéndome hacia el punto donde se habían producido esos lamentos. La vegetación me estorbaba para seguir en línea recta mi camino, por lo que tuve que hacer algunos rodeos. Al llegar a la planicie del cerro del Cuarto, observé a lo lejos una figura blanca, inmóvil, que se destacaba en la oscuridad. Avancé resuelto hacia ella, imaginando encontrarme con un fantasma del otro mundo. Cuando estuve cerca, me di cuenta que era una mujer que se encontraba sentada. Vestía ropa blanca; su cabeza y tronco estaban erguidos y sus manos descansando en sus piernas. En su rostro había una mueca de dolor y de espanto. Su cabello negro y largo le caía en su espalda, como si se lo acabara de peinar.

Me acerqué junto a ella, y le hablé... No me respondió... Sus ojos fijos, sin brillo, me miraban tenazmente, con esa mirada insondable de la muerte que escudriña la eternidad. Su boca estaba abierta y de la comisura de sus labios, salía un hilo de sangre que se desparramaba en su vestido blanco. Tomé sus brazos y toqué su pecho. Todavía conservaba un poco el calor de la vida... pero ella se encontraba muerta. Deduje que le habían matado con violencia.

Era una mujer bastante joven, blanca, de facciones bonitas; los contornos de su cuerpo acusaban ser de complexión robusta sin llegar a la obesidad. Fijándose bien en su rostro, se le notaba la carne lacerada a golpes que habían sido tremendos, llena de moretones que empezaban a inflamarse.

¿Qué misterio encerraba ese crimen?
¿Qué delito hubo de purgar esa mujer con el martirio de muerte que le aplicaron?

La soledad que me rodeaba frente a la macabra visión que contemplaba, me hizo abandonar ese lugar, y horrorizado bajé corriendo del cerro, y no me detuve hasta llegar a mi casa, acostándome en la cama enseguida.

Lo que me causaba más pavor, era que yo conocía a esa mujer asesinada en forma tan cruel.

A las doce de ese mismo día, salí a la calle, y la primera noticia que recibí de un amigo, fue que la autoridad había encontrado a una mujer “estacada” en el cerro del Cuarto, y que andaba en busca del asesino. Yo me guardé lo que había oído y visto esa madrugada, para evitarme líos con la justicia. Del susto estuve enfermo ocho días.

De las investigaciones que realizó la policía, se aclaró que esa mujer, cuyo nombre no recuerdo, era casada y tenía amores ilícitos con otro individuo. Que el esposo ofendido la sorprendió en su infidelidad, y para vengarse de esa ofensa, la había matado a golpes con un barretón, el que le sirvió después para clavarla en el sitio donde yo la descubrí.

Después de ese crimen, se sucedieron otros, usando el mismo procedimiento.

Los periódicos de la época informaron detalladamente de cada uno de esos asesinatos, consignando que la forma para vengar esos ultrajes al honor, era distinta en varias regiones del estado de Guanajuato, pues aquí en la capital el procedimiento era la “estaca”, mientras que en los municipios del norte les cortaban con cuchillo una trenza, y en el Bajío las arrojaban vivas al río Lerma con una piedra amarrada al cuello...

Desde entonces se me quitaron las ganas de andar en las noches buscando aparecidos y fantasmas en los cerros, barrancas y cañadas.

El viejo velador de la bocamina de Peñafiel, después de que me relató este sucedido, me solicitó un cigarro y me pidió por caridad rezara un credo y un réquiem por él, enseguida se metió por la bocamina, dándome la impresión que había desaparecido de mi vista como desaparecen los fantasmas...

Intrigado por lo que le encontré de extraño a ese relato, así como el proceder del viejo minero, tres días más tarde lo fui a buscar al mismo lugar. Estuve esperándolo más de dos horas para que me contara otra leyenda.

La tarde iba ya camino del crepúsculo, el sol se enfilaba hacia el ocaso, y yo me disponía a bajar del cerro sin haber logrado entrevistar a mi amigo ocasional, cuando pasó por allí un pastor con su rebaño de cabras que las llevaba rumbo al redil después de haber pastado.

Le llamé para preguntarle si conocía y había visto al viejo que cuidaba la bocamina. Le di las señas de cómo era y que tres días antes yo había estado platicando con él afuera de la bocamina.

El pastor se sorprendió al hacerle yo esa pregunta y revelarle mi amistad con el viejo. Informándome desde luego que con quien yo había platicado era nada menos que con un alma en pena, que salía de la bocamina y se sentaba al pie de la oquedad, pidiéndoles a todos los que pasaban por allí, que rezaran por él un credo y un réquiem. Que en su juventud tuvo amoríos con una mujer casada, y que al saberlo el marido, la mató a golpes y la empaló en el cerro del Cuarto.
Cuando salió de la cárcel el esposo ofendido, después de muchos años de cautiverio, anduvo buscando al hombre que había manchado su honra, habiéndole encontrado trabajando de velador en esta mina, donde lo asesinó a puñaladas y lo arrojó a lo más profundo del tiro.

Que desde entonces, ese difunto se aparece aquí, penando, haciéndose pasar como velador de esta bocamina, que desde hace muchos años no la trabajan. Los únicos que entraban a esta mina a sacar carga eran lupios; pero desde que los comenzó a espantar, ya no han vuelto a sacar mineral.
– Yo ya me voy, – me dijo el pastor – ya son las seis de la tarde, y no tardará en salir.
Al decirme esto, le noté cierta inquietud de temor.
Con todos estos informes, yo también me alejé de ese sitio, siguiendo al pastor cuesta abajo. Cuando llegamos al camino que va del Monte de San Nicolás a Guanajuato, dirigimos nuestra vista hacia la  bocamina, y distinguimos al viejo barretero que ya estaba sentado en lo alto de la peña, cerca del socavón.
Desde lejos noté que su cara apergaminada tenía las mismas facciones cadavéricas, las cuencas de sus ojos las vi vacías y su boca descarnada. Cuando advirtió que lo veíamos, nos llamó con su mano.
Nos alejamos corriendo por el horror que nos causó su presencia..












 

LA CALLE DEL TRUCO


La ciudad de Guanajuato, considerada Patrimonio de la Humanidad, fue un lugar señorial, aristócrata, en donde se construyeron verdaderos palacios habitados por la nobleza, así como ricos trabajadores carentes de títulos pero con inmensas fortunas que les daba aún más poder que un título nobiliario.

Uno de los sucesos que más conmovió al Guanajuato de la época Colonial, fue el  de un hombre, un famoso caballero que después de encontrar una mina y explotarla se convirtió en una de las personas más poderosas del Estado, dueño de haciendas, palacios y fincas que había comprado tanto en el centro como en los suburbios del lugar, acumulando una de las fortunas más sólidas que entonces existían.

Don Fernando llamaremos a este caballero que, como muchos otros lugareños, era amante de los juegos de azar, y frecuentaba la famosa Calle del Truco (trampa o azar), en donde sentaban sus reales jugadores profesionales, a los que se les podía encontrar todos los días en esos antros, dilapidando el dinero que hacía falta en sus hogares; muchas veces el que les sobraba, pero las más dejando fortunas en manos de tahúres profesionales que habían ya hecho del juego su “modus vivendi”.

El alguacil encargado del barrio, hacía sus rondas, recibía como es costumbre su “feria” y seguía vigilando las oscuras y empedradas calles durante el resto de la noche, hasta que empezando a clarear el día, iba su relevo para reemplazarlo, y por la noche, aquél regresaba a su faena nocturna.

Se cuenta que una noche, el vigilante vio venir a un caballero que llevaba una enorme capa negra, iba embozado, portaba sombrero de ala ancha, el que se quitó al pasar frente a la parroquia; se detuvo, se santiguó y siguió su camino.

El alguacil no identificó al hombre, sólo manifestó que le llamó la atención aquel caballero tan elegantemente vestido, que al pasar cerca de él, lo vio por encima del hombro. Sus ojos eran negros y chispeantes, el rostro pálido en el que se advertía el paso del tiempo, o los trabajos que había pasado. Le llamó la atención y lo siguió con la mirada. Éste se detuvo en una ancha puerta de la Calle del Truco. Después de dar tres golpes alguna persona , que no identificó, abrió el portón, iluminándole la cara con un farol y después de haberle pedido una contraseña, lo dejó entrar.
El hecho le pareció extraño, pero a la vez natural, ya que en esa calle con frecuencia llegaban personas similares, salían en la madrugada a veces brincando de alegría y muchas otras “arrastrando la cobija”, desesperados, a punto del suicidio por haber perdido cuanto poseían... Pero esto era ya familiar para el alguacil dado que su trabajo era vigilar la zona, y muchas veces hasta le servía de distracción ver entrar o salir gente de las casas de la Calle del Truco, porque se le hacía menos pesada su tarea.

Cuando corrió la leyenda de don Fernando, el vigilante agregó su parte de relato y el suceso corrió como río crecido por la ciudad y sus orillas.

Al entrar don Fernando al garito, en donde casi no se podía ver por la cantidad de humo, escuchó un gran aplauso, su presencia fue muy grata en el lugar, ya que era sabido que se trataba de uno de los más grandes capitales de Guanajuato, así como un hombre de honor, que donde “se paraba, se pintaba”.

Don Fernando tenía su lugar reservado; después de sentarse sacó las bolsas de oro, las que puso sobre la mesa. Miró a todos los jugadores y pidió trajeran barajas nuevas. Y sin más comenzó la sesión. Todos atentos al juego, no se escuchaba ni el volar de una mosca. Como en el juego de Juan Pirulero, cada quien atendía su juego. Todos fumaban con gran nerviosismo. Y de repente se escuchaba una que otra palabra mal sonante. A lo que don Fernando subiendo una ceja hacía un gesto de descontento, por ser un hombre pulcro, decente, enemigo de decir cualquier picardía y tampoco le gustaba que nadie dijera una palabra fuera de tono delante de él.

Poco a poco el dueño de la casa de juego fue desplazando a los jugadores, los que se fueron convirtiendo en mirones “de palo” sólo quedando en el juego él y don Fernando, el que no se inmutaba de su mala suerte al haber perdido cuanto traía. A cada momento las apuestas eran mayores y don Fernando seguía perdiendo. No era su noche, pero en lugar de levantarse al ver que la mala suerte lo seguía, se iba apoderando de él una rabia impotente que lo obligaba a seguir jugando. Pedía cartas, pero todo era en vano, seguía perdiendo.

El dueño, con una sonrisa de satisfacción le decía:

– Todavía tiene haciendas, las puede apostar.
– Van mis haciendas – gritó don Fernando, y seguía el juego.

Alguno de los mirones se atrevió a hablar, diciendo:

– No juegue más don Fernando, esta es una negra noche para usted.

Y por contestación dijo:

– ¡Va mi finca de la Calle de Alonso!, ¡Va la de la Plaza Mayor!

Y por último e impertérrito gritó:

– ¡Va la de la Sorpresa!,

y al perderla quiso levantarse diciendo:

– ¡Ya he perdido todo, no tengo qué jugar!

El dueño, socarrón le dijo:

– No ha perdido todo don Fernando, todavía tiene algo muy valioso.
– ¡Nada! – contestó – mañana empezaré a trabajar desde cero, así es el juego o te da o te quita.

Al irse a levantar don Fernando, el dueño del garito se le acercó y algo le dijo al oído, lo que enfureció a don Fernando, diciendo:

– ¡No por Dios, qué bajeza me está proponiendo!
– Un trato don Fernando – le dijo el hombre – todo lo que ha perdido por lo que le he propuesto. Sólo un albur, o todo o nada, ¿qué dice?
– ¡Acepto!

Por primera vez se vio nervioso don Fernando, le temblaban las manos, así como la quijada y sin dejar de ver la baraja se tiraron cartas y se corrió el albur; la carta a la que apostó don Fernando tardó en salir y para su mala suerte, salió la del dueño del garito.

El caballero enfurecido dijo:

– Tenéis pacto con el demonio, pero soy hombre de honor. ¡Vámonos,  pagaré la apuesta!

Contó el vigilante que todavía no amanecía cuando un grupo de hombres salió de aquella casa, hablaban fuerte, otros iban mudos y el de la capa y sombrero de ala ancha, parecía vencido, arrastraba los pies y con los ojos recorría el suelo.

Los hombres decían:

– ¿Qué apostaría don Fernando, que va como sonámbulo?

Pero el dueño del garito, no decía nada, callado iba tras don Fernando que parecía un cadáver.

Empezaba a amanecer cuando aquel grupo de hombres llegó a la casa de don Fernando. Su bella y joven esposa lo esperaba, como siempre cuando él llegaba tarde, y al verlo corrió a saludarlo:

– Ordenaré se les sirva algo de tomar a los señores – le dijo.

Mientras don Fernando con el semblante descompuesto dijo al dueño de la casa de juego:

– ¡Tomadla es vuestra!
Aquel cuadro fue dantesco, la mujer no sabía lo que ocurría, los acompañantes que tampoco estaban en el secreto, sin explicarse lo que pasaba se miraban unos a otros. Y don Fernando besándole las manos a su esposa le dijo:

– Os aposté y he perdido, el señor ha ganado todo lo que poseo incluso a ti que eres mi esposa.

La pobre mujer sin saber qué hacer miró fijamente a don Fernando y se desplomó, cayendo a los pies de su marido, diciendo:

– ¡Qué Dios tenga misericordia de nosotros!

Y en aquel momento quedó muerta. El magnánime dueño del garito le hizo la concesión de que arreglara todas sus cosas y que pusiera en regla los papeles en donde todo lo que poseía pasaba a sus manos.

– Me gusta tratar con caballeros y usted es un caballero.

La noticia fue conocida por todo el lugar; don Fernando no se separó un momento de su mujer hasta que ella fue depositada en la cripta familiar. Arregló los documentos que ya no le pertenecían y desapareció.

Se cuenta que desde entonces todas las noches se ve por la Calle del Truco, a un hombre que sale de aquella casa y se mete a la parroquia, atraviesa la puerta y nunca se le ha visto salir.

Otros cuentistas que han relatado esta leyenda, dicen que el dueño del garito murió a los pocos días de haber sucedido aquella tragedia y que los bienes de don Fernando pasaron a manos del gobierno por no estar legalmente escriturados.

En otras versiones que hemos recogido, cuentan que por la Calle del Truco, se aparece un monje, el que encapuchado y con un rosario en la mano recorre todas las noches ese callejón rezando en voz alta y pidiendo perdón por sus pecados.

Don Fernando, después de enterrar a su esposa y despojarse de todos los bienes, entró a un convento de carmelitas, en donde pidió estar enclaustrado y así en su celda, haciendo penitencia y consumiéndose pasó el resto de su vida. Pidió a los superiores del convento, que nadie supiera de él, ni avisaran el día de su muerte. Mucho tiempo después, se supo su paradero y se incluyó en la  leyenda de la Calle del Truco, admonitoria de lo que les depara el destino a los adoradores de Birján.


EL CALLEJÓN DEL BESO


Es noche de plenilunio.

La linajuda ciudad de Santa Fe y Real de Minas de Guanajuato se baña con luz de luna, para que sus embrujados callejones luzcan su belleza escondida.

La campana mayor lanza su quejumbre de bronce anunciando el toque de silencio. Es la hora propicia para que la abuela relate leyendas de fantasmas y aparecidos, y se rece el rosario de las Ánimas.

La ronda pasa por la calle Real, provista de su farol de mecha, y de tiempo en tiempo anuncia las horas de la noche. El silencio es solemne, enmarcado en la pálida blancura de la luna.

De repente, la soledad se llena de música tenue y arrobadora que lanza sus notas armoniosas en el callejón más estrecho de Guanajuato. Un laúd y un salterio se quejan al pie de una ventana llena de tiestos floridos. Una voz varonil canta una endecha, con acento apasionado.

A la luz de la luna se destacan las figuras de tres jóvenes embozados en sus capas, que han ido a ofrecerle serenata a la criolla más hermosa de Guanajuato. Se llama María Teresa, de ojos gitanos, en cuya mirada se despiertan las auroras y se aduermen los ocasos. Sus dieciocho años de vida le dan ese derecho de lucir su belleza con la arrogancia de su coquetería que es natural en toda mujer bonita.

El enamorado que ha ido a cantarle, acompañado de sus dos amigos, se llama Alfonso, es el primogénito de un rico minero que atesora sus caudales de miles de doblones en viejos arcones de hierro. Todas las noches en la solitaria callejuela, se escucha esa música al pie de la ventana de María Teresa, quien la recibe conmovida oyéndola detrás de las cortinas... Música deliciosa que la hace soñar en divinos idilios y dulces esperanzas, que han de trocarse en realidad para cuando tenga la dicha de poder concederle la primera cita de amor.

Pero esa noche, después de que se apagan las notas de la canción, se entreabre la ventana y aparece el rostro angelical de ella. Don Alfonso se le acerca y le declara su cariño... Tantas noches que esperó ese momento para hablarle y decirle lo mucho que la quiere. Pero la entrevista es de breves instantes, suficientes para jurarse amor eterno.

Ella es huérfana y está amparada con una tía que se desvive por complacerla en todo. Ella se imagina que es a María Teresa a quien le llevan música todas las noches, y desde luego le ha advertido que debe ser cauta para corresponderle a don Alfonso, porque se trata de un hombre rico, y ellas no igualan en fortuna. No obstante eso, las relaciones se formalizan, y noche a noche los idilios se suceden.

A María Teresa la pretende un militar que ha jurado hacerla suya cueste lo que cueste. Se llama Fernando, y es Alférez del Regimiento Provincial que resguarda la Alcaldía de Guanajuato. Pero ella esquiva todo contacto con él, porque no lo quiere.

Un poco más debajo de donde vive la hermosa muchacha de ojos gitanos, habita en un cuartucho una mujer a quien apodan “La Coyota”, porque se dedica a conseguir mujeres fáciles y a llevar y traer mensajes amorosos a quienes solicitan sus servicios. El Alférez la conoce, y desde luego la contrata para que lo tenga al tanto de las entrevistas de don Alfonso y María Teresa, quienes cada día se quieren más. El militar no acepta esos amores, y cuando comprende que es imposible poseer ese cariño, urde vengarse. Le paga con esplendidez a “La Coyota” para que los espíe de día y de noche, mientras él busca la forma de perjudicarlos.

Días después, su padre le ordena a don Alfonso que debe realizar con urgencia un viaje a la Villa de Guadiana de la Nueva Vizcaya, donde también tiene negocios mineros, y su presencia es indispensable. Acuerdan la fecha en que debe partir, y se hacen  los preparativos. Hay que salir muy de madrugada, pero ante todo, tiene que despedirse de María Teresa.

La víspera del viaje, ha llovido a cántaros todo el día, y por la noche sigue una lluvia tupida y pertinaz, que no deja transitar a nadie por las calles. Pero urge salir a las tres de la mañana porque así lo requiere el caso. A las doce en  punto don Alfonso se encuentra frente a la ventana de su prometida. Va envuelto en una capa española para evitar que el agua lo empape... Se acerca a la ventana y da tres golpecitos en la madera. Enseguida aparece María Teresa, notándole en su rostro resplandeciente de belleza, cierta expresión de tristeza, porque va a marcharse lejos de ella el hombre que es la adoración de su vida.

Los momentos corren deprisa, pero ellos están embelesados con las palabras que se dicen y las caricias que se prodigan... Pero llega el instante de la separación, como son todos los instantes que anteceden a las despedidas: dolorosas y estrujantes.

Por primera vez, don Alfonso le pide un beso, y María Teresa  toda ruborosa, se lo concede... Es el primer hombre que la besa en su vida, con un beso divino y fascinante, donde se ha desbordado todo el amor que se profesan. Es caricia que estalla en estremecimientos, para sellar una pasión eterna.

– Que este beso sea el juramento que me haces, de no querer a nadie más que a mí... Prométeme que esperarás mi regreso, para unir nuestras vidas para siempre -, le dice él.
– Te lo juro, por este amor que te tengo y que es ya tuyo -, le contesta ella.

La lluvia sigue cayendo sollozante y monótona...

– Dime adiós con tu mano. Quiero llevarme la caricia de ella impresa en las mías... – y María Teresa la coloca entre las de él, que la llena de besos.
– Entumida de frío por la lluvia está –, le dice. Y la coloca encima de su corazón.

Al separarse, don Alfonso queda esperando que ella cierre la ventana.

Los heliotropos y los jazmines exhalan su perfume, como despidiéndose de él.

Al iniciar su regreso, advierte que cuatro sombras se dirigen a su encuentro, estorbándole el paso... Apenas tiene tiempo de sacar su espadín, cuando se le van encima con sus aceros descubiertos, entablándose un duelo desigual. Luchan con violencia. Las espadas al chocar producen un ruido lúgubre de muerte, y al final, rueda un hombre agonizante.

Clarea la mañana. La lluvia ha cesado, pero antes, ha lavado la sangre del empedrado. En el cielo quedan jirones de nubes arropando los tintes de una aurora opalina. Las golondrinas cantan en el alféizar de la ventana donde hubo besos y despedida.

María Teresa ha despertado, su primer pensamiento vuela en pos de don Alfonso, que tal vez a esas horas va galopando por la campiña rumbo a la Villa de Guadiana... A su recuerdo enciende una lamparilla de aceite para que alumbre la imagen de la Guadalupana, que ha de cuidarlo en su camino, y para que lo traiga pronto.

Han transcurrido lentos seis meses, y María Teresa no recibe noticias de su ausente. Tal vez sus ocupaciones no le permiten escribirle, pero abriga la esperanza de que pronto regresará.

En ese desatino está cuando un día recibe carta, donde le comunican gentes desconocidas, que don Alfonso fue asesinado por los indios tepehuanes del norte. La noticia le hace enloquecer de dolor y desesperación. Cree que la pena la matará si él no regresa, porque no podrá soportar esa tragedia.

El padre de don Alfonso igualmente recibe la noticia de la muerte de su hijo, y ordena que dos de sus criados más fieles se trasladen a aquella lejana provincia para recabar informes.

La tía le propone a María Teresa que viajen a la capital de Nueva España, para que el cambio de lugar mitigue un poco su dolor. Así lo hacen, y se radican en aquella ciudad durante veinte años, en cuyo transcurso de tiempo muere de tristeza el padre de don Alfonso, sin poder aclarar el misterio de la muerte de su hijo.

Pasados esos años, un día María Teresa y su tía regresan a Guanajuato. Hay en ella cierta resignación. Su cabello pinta canas, y arrugas prematuras surcan su rostro, pero su belleza persiste a pesar de todo lo que ha sufrido.

Don Fernando, el Alférez, al saber el regreso de María Teresa, vuelve a pretenderla; y ante la imposibilidad de recuperar el cariño de don Alfonso, le corresponde al militar. Con este triunfo, él le ofrece matrimonio, y al aceptarlo ella, se fija la fecha de los esponsales.

La noche víspera del matrimonio, cuando María Teresa tiene en su casa el vestido blanco de novia que ha de lucir al día siguiente, llaman a su puerta. Es una mendiga la que la busca. La hace entrar, y en la penumbra de la sala, le confía su secreto. Le relata que, en sus años de pecadora la llamaron “La Coyota”. Que ella sabe quién mató a don Alfonso su prometido. Fueron cuatro soldados del Regimiento que comandaba el Alférez don Fernando. Que una noche lluviosa lo asesinaron a estocadas en ese callejón, después de la última entrevista... Que el cuerpo moribundo de don Alfonso fue escondido en la casa de “La Coyota”, hasta que falleció; habiéndolo sacado después para llevarlo a la mina de Maravillas, donde fue arrojado en el socavón... Que el Alférez fue el autor de ese crimen...

Cuando la vieja mendiga terminó su relato, desapareció en la oscuridad de la callejuela.

Con esa confesión, María Teresa revivió sus momentos de felicidad y sus años de tortura. Volvió a sentir todo el mal que le había hecho el destino y don Fernando. Anonadada quedó en un sillón, con la vista fija en la ventana donde había recibido el primer beso de su vida, y había jurado fidelidad en aquella noche lluviosa...

Sería la medianoche, cuando vio junto a ella una sombra. Creyó que era una alucinación motivada por su estado de ánimo provocado por la impresión del sufrimiento que le renacía. Pero aquella sombra le habló:

– María Teresa, vas a quebrantar el juramento que me hiciste aquella noche al darme un beso, de que no serías de nadie más que mía... Recuerda, que desde la eternidad te sigo amando y no permitiré que seas de nadie. Vengo por ti...

María Teresa quiso detener esa sombra que le hablaba, para irse con ella al más allá, porque reconoció que era don Alfonso que volvía.

Al levantarse del asiento para seguirlo, cayó al suelo, insensible, invadiendo a su cuerpo un temblor que la hacía estremecer.
A la mañana siguiente, cuando la tía fue a despertarla para avisarle que allí estaba su prometido para ultimar todos los detalles del matrimonio que se celebraría ese día en el templo de San Diego de Alcántara, la encontró muerta. La sorpresa que le causó la confesión de La Coyota”, de que el Alférez con el que se iba a desposar era nada menos que el autor del asesinato de don Alfonso, victimado frente a la ventana de su casa, fue lo que había motivado la muerte fulminante de ella, cuyo secreto se llevó a la tumba.

El paso de los años fue borrando esa tragedia, pero como todos los dramas que trascienden al pueblo, toman el camino de la tradición y la leyenda, los vecinos de ese lugar aseguraban que en las noches de plenilunio del mes de enero, escuchaban una música deliciosa y fascinante, y en las noches lluviosas de junio veían cinco espectros con figura humana que luchaban con sus estoques, y al desvanecerse en las sombras esos fantasmas, quedaba flotando en el ambiente el eco doloroso de un lamento que exhalaba un cuerpo herido.

Después, el silencio de la noche envolvía la casa.llejuela.

Este suceso dio origen a la leyenda.origen para que a esos callejones se les llamara del Beso y de la Coyota.






 

EL CALLEJÓN DE  LA BUENA MUERTE



La vecina más simpática y más amable que vivía en la torcida callejuela que formaba una encrucijada y que se perdía entre los vericuetos de otros callejones que subían hasta el cerro, era una viejecita dulce y cariñosa que subsistía de la caridad pública.

El único familiar que la acompañaba en la soledad de su vida y que para ella era un tesoro, era su nietecito, un chiquillo de seis años, vivaracho y juguetón, que siempre estaba a su lado, en los recorridos que hacía para pedir su limosna, y en las noches cuando se entregaban al reposo.

Como ella, el niño andaba descalzo, pero a veces le hacían el regalo de algunos zapatos que le quedaban muy grandes, y en ocasiones chicos; pero él se sentía feliz porque con ellos el sol no le quemaba las plantas ni los guijarros desgarraban su carne, y sobre todo porque siempre iba de la mano de la abuela que lo llenaba de cariño, de ternura y de todo lo mejor que le daban las gentes caritativas para entretener su hambre.

Los dos vestían ropa desgastada, llena de parches y remiendos, pero muy limpia, donde no se notaba ningún lamparón; y eso les hacía ganar la voluntad y la estima de quienes los socorrían. Los dos vivían en una pequeña casa donde sufrían fríos espantosos en invierno por no tener con qué cubrir sus cuerpos minados por los diarios ayunos. Ella lo acunaba en su regazo para que allí durmiera con menos frío.

– Abuelita, - le decía el niño en las noches heladas y sin luz en el cuarto -. Abuelita, no quiero que te mueras ni te vayas de mi lado porque nadie como tú, me quiere... – y pasaba su mano por el rostro de ella, y al llegar a sus ojos, sentía que se le humedecían sus dedos.
– Abuelita, se me figura que estás llorando.  ¿Acaso es por lo que te digo que no te mueras? ¿Por qué estamos solos o te espanta la negrura de la noche?

Y la viejecita de cabello nevado y de sonrisa dulce, le decía a su nieto que estaba rezando.

– Entonces, rézale a mi mamá y a la virgen para que me la traiga otra vez; para que nos socorra y te deje vivir a mi lado muchos años.

El pobre chiquillo no había conocido a su madre; cuando él nació, ella murió.
En las noches, cuando el frío los despertaba y oían el aullido lastimero de los perros, el niño le preguntaba:

– Oye los perros abuelita, tienen hambre y frío como nosotros, o tal vez vean pasar la muerte.

La anciana no le contestaba, porque su pensamiento estaba lejos, fijo en la idea dolorosa de que si ella moría, ¡qué sería de su nieto!;  y lo arrullaba estrechándolo en su corazón.

Una noche sintió que la fiebre abrasaba el cuerpo de su muchachito; su aliento quemaba y su respiración era fatigada. En los desvaríos pronunciaba el nombre de ella.

– Abuelita, no me dejes morir; no quiero dejarte sola... ¡Abrázame! Y la anciana invocaba a todos los santos de su devoción, para que le hicieran el milagro de que su niño viviera.
– ¿Por qué, Señor, te quieres llevar al único tesoro de mi vida que tanto quiero? Dile a la Muerte que se lleve a los niños que son maltratados por sus padres; a los de los ricos que jamás han recibido una caricia; a los que están solos en el mundo y no tienen quién los quiera; pero que me deje al mío, que es todo mi encanto y mi alegría...

La Muerte que rondaba allí cerca, con intenciones de llevárselo, se le apareció a la viejecita, diciéndole:

– Tus ruegos me han conmovido. Yo venía por él, pero voy a dejártelo porque sé que sufrirás sin él... A cambio de esta dádiva que te hago, te voy a imponer una condición... ¿Aceptas?
– La que sea, te la cumplo, - le contestó la abuelita.
– Oye lo que te voy a exigir: a cambio de la vida de tu nieto, desde mañana no volverás a ver la luz del sol, porque quedarás ciega para siempre. ¿Lo aceptas?
– Estoy conforme con lo que me exiges. Lo único que me atormentará estando ciega, es no volver a ver a mi muchachito...

Y en el amanecer del nuevo día, el niño había recuperado su salud, y la pobre anciana había quedado ciega para siempre.

Para salir a la calle, el chiquitín tuvo que servirle de lazarillo a la abuela que se sentía muy feliz. La gente al notarle la ceguera, se compadecía de los dos pobres seres que iban solos por el mundo, y eso dio motivo para que les aumentaran sus dádivas. En las noches hubo luz en la oscuridad, pan para su hambre y manta para su frío.

La anciana se quedaba con sus ojos abiertos, mirando con la luz del alma las tinieblas de la noche de su destino eterno. Le pedía al niño que se le acercara, con objeto de recorrer con sus manos los contornos de su carita y su cuerpo, para volver a saber cómo era él.

El niño ignoraba que la viejecita estuviera ciega, hasta que un día se dio cuenta que al caminar chocó con una pared y cayó al suelo, mientras él la había dejado sin apoyo por correr a recibir una limosna que le habían arrojado de un balcón. Entonces comprendió que estaba ciega, y se puso muy triste y lloró en silencio...

Pero como toda felicidad y todo dolor tienen su final, ella enfermó, tal vez por lo vieja que estaba y por los padecimientos sufridos.

El chiquitín no llegó a separarse de su lado, porque era mucho lo que la quería...

– Abuelita, dime a quién le rezo para que te alivie pronto. No te mueras y me dejes solo...

Y por los ojos de la viejecita, cubiertos de sombras y empañados por el hálito de la muerte, brotaban cristalinas lágrimas, y se le hacía un nudo en la garganta oírlo hablar.

La anciana hizo un esfuerzo, y le contó algo de su vida.

Cuando tú naciste, murió tu mamá, y desde ese momento estos brazos que ya no sirven para nada, te arrullaron todos los días y te estrecharon a cada momento. De pequeño eras muy llorón y desde luego me imaginé que te faltaba el calor y el cariño de tu madre, porque nadie puede reemplazar esos afectos.
Cuando fuiste creciendo y diste los primeros pasos, me llené de alegría y de felicidad, y fui todavía más dichosa cuando tu primera palabra que pronunciaste fue MAMÁ. Cómo recuerdo ese momento, y por ello hubo fiesta en mi corazón porque todos los pobres que no tenemos dinero, hacemos nuestras fiestas acá adentro, donde guardamos el tesoro de nuestros sentimientos y el caudal de nuestras pequeñas alegrías...

Todos los días al hacer mi recorrido por las calles para pedir mi caridad, te llevaba en mis brazos para que me acompañaras. Cuando sentía cansancio, nos sentábamos afuera del mercado, y allí seguía yo recibiendo la limosna bendita de la gente... Un día, una señora elegante te regaló muchos centavos y una canasta con dulces y fruta. Cuando recibí la dádiva, me dijo:


– Cómo se parece su niño al que se me murió hace un año. Démelo para que viva a mi lado, y los quito de pobres. Pero yo no te quise dar, porque tú valías para mí, más que todo el oro del mundo... Fui egoísta con ella y contigo porque al darte la hubiera hecho muy feliz  y a ti no te hubiera faltado ya nada. Obré en esa forma porque yo no quiero que te separes de mí, y me hubiera muerto al no volver a verte todos los días, después me arrepentí, pero ya no volví a verla...
Dame tu mano para tenerla entre las mías. Quiero dormirme un rato porque me siento cansada, pero muy dichosa porque estás a mi lado...

La viejecita se quedó dormida, su respiración era fatigada. El nieto también se quedó acurrucado, con sus manecitas enlazadas a las de su abuelita, para que la muerte no se la fuera a llevar de repente.

En el sueño, ella volvió a ver a la Muerte. Allí estaba de nuevo con su ropaje negro y su figura siniestra y amenazadora.

– Ahora sí, vengo por ti. El término de tu vida está llegando a su fin. Te faltan muy pocas horas para que concluya tu viaje por este mundo. Resígnate a morir. Estás muy vieja; tu tristeza y tu dolor necesitan ya descansar eternamente. Has vivido muchos años sin ninguna alegría, porque siempre has sido pobre, y en la pobreza no se encuentra nunca la felicidad...
– ¡No, por Dios! No me lleves todavía. Espera que mi nietecito crezca más. ¿Qué va a ser de él sin mi cariño y mis cuidados? ... Si me llevas no volveré a verlo jamás...
– Puedo dejarte la vida más tiempo, pero con una condición.
– Dime ¿cuál?
– Cegándole los ojos al niño...
– Eso no lo acepto. No quiero verlo sufrir. A mí sométeme a todas las torturas y dame todos los castigos que merezca para conservar mi vida unos años más... Pero a él no quiero que le hagas ningún daño.
  ¡Ah! Ya pensé lo que debo hacer. Como no quieres morir y dejarlo solito en el mundo, ni aceptas que lo haga ciego, me los puedo llevar a los dos, para que en la otra vida sean muy felices, estando juntos para siempre.

La anciana se estremeció al oír esa proposición. Se quedó pensativa unos momentos, y luego dijo:

– Acepto lo que me propones. Nada más te pido que nos lleves en este mismo instante en que mi nieto también está dormido, para que no sienta la muerte.

– Trato hecho, - contestó la Pálida Enlutada, y extendiendo sus descarnados brazos arropó los dos cuerpos con su negro manto, para llevarse sus almas a lugares ignotos, donde la resurrección a la vida eterna es un enigma para la vida terrenal.

La anciana y el niño quedaron silenciosos, con esa quietud resignada de los que se alejan de este mundo, sin haber tenido jamás un momento de felicidad...

Quienes permanecieron despiertos después de la media noche, escucharon un doble misterioso de campanas, cuyo toque no se parecía a las de la parroquia, ni a ningunas otras de los demás templos de la ciudad. Enseguida oyeron un canto lejano, que se fue perdiendo poco a poco en el infinito del cielo...

Cuando amaneció, las gentes madrugadoras se dieron cuenta que en el cuartucho habitado por la anciana mendiga, yacían dos cuerpos tendidos en el suelo, sin mortaja y sin velas. Eran los de ella y su nieto que habían muerto tal vez de hambre y de frío.

Y como no hay nada oculto sobre la tierra, alguna de las vecinas propagó la versión de que la pobre vieja le  había pedido a la muerte que se los llevara a los dos juntos al mismo tiempo, para quitarse de padecer. Que la muerte accedió a su ruego, y por eso murieron en el mismo momento. Al saberse esa noticia, el cuarto que les sirviera de habitación, fue visitado constantemente por todos aquellos desesperados de la vida, que deseaban al morir llevarse a sus seres queridos, para no dejarlos abandonados a su suerte, porque para los pobres es muy doloroso dejar huérfanos.

De vez en cuando, la Muerte hacía su aparición en ese lugar. Su presencia la delataba el aullido de los perros callejeros en las noches oscuras y lluviosas. Las gentes que pasaban a esas horas por el cuarto en ruinas que habitara la anciana, advertían una sombra que les causaba espanto y horror, y eso los hacía apresurar el paso, para alejarse de esa aparición.

El paso de los años fue borrando ese suceso, y en el mismo sitio donde estuvo el cuartucho que habitaron la anciana mendiga y el niño, los vecinos mandaron construir una capilla, donde empezaron a venerar una imagen a la que le pusieron por nombre Señor del Buen Viaje, en recuerdo de aquel rama conmovedor en que la miseria estrujó dos vidas anónimas. 

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