jueves, 18 de octubre de 2012

ANTOLOGIAS III LEYENDAS (SEGUNDA PARTE)

EL SOL DE LUCES VERDES


ZAC Ceeh era un muchacho extraño, distinto a sus demás compañeros. Aunque jugaba y se divertía como los demás, llegaba un momento en que no quería compartir más y se retiraba del grupo.

No quería cazar pájaros ni poner trampas con los otros para atrapar a los pequeños del bosque. Los animales huían de los demás, pero a ZAC Ceeh lo seguían, se acercaba a él porque su instinto les indicaba que de aquel  jovencito diferente no tenían nada que temer.

Al verse solo, mientras contemplaba el agua de un cenote callado, pensaba que su diferencia se debía a que él no era bueno, y sentía tristeza.

Pero he aquí que en una de sus contemplaciones solitarias, cerca del agua silenciosa, se quedó dormido y soñó.

Algunos pensaron, cuando les contaba aquel sueño, que se trataba de una revelación. Él no estaba seguro, mas tenía la certeza de la realidad de su visión; ésta no se alejaba de su mente ni de día ni de noche.

ZAC Ceeh estaba, de pronto –sin saber cómo había llegado ahí-, en un paraje esplendoroso donde no había estado antes; tampoco entendía en qué forma llegó a ese lugar extraordinario.

Una vegetación baja y aromática cubría grandes llanos que subían hasta unas montañas tan altas que alcanzaban el cielo. El agua no era quieta y callada como la del cenote, sino que corría de un lado y a otro reproduciendo un alegre ruido: ¡moviéndose y cantando como si estuviera con vida!


Pronto sintió que respiraba un aire fresco y suave. Caminó por una vereda limpia y agradable para subir a la más alta de las cumbres. Al llegar a la cima se detuvo maravillado. Se hallaba en un jardín florido en medio del cual se alzaba un palacio de cristal. El sol, desde la altura, lanzaba extraños rayos verdes iluminando todo el paisaje.

Una bella joven se distinguía entre otras chicas que cantaban alegremente en una ronda. Llevaba una vaporosa túnica blanca adornada con trocitos de jade, turquesas y cristal de roca reluciente como el diamante. Su cabello era oscuro, largo, suave y le daba un perfecto marco a sus finas facciones.

ZAC Ceeh se sorprendió más cuando la bella se separó del grupo y se acercó a saludarlo. Él hizo un enorme esfuerzo para despegarse del suelo y abrazarla, pero en ese momento el encanto cesó y él volvió a su solitaria realidad sobre una piedra en la orilla del cenote.

Llegó pensativo a su casa y entregó a su madre los trozos de leña que traía y la corteza de balché para hacer el licor ceremonial. No contó nada entonces y se retiró a dormir. Pera esa noche y las siguientes, Yaax Tubén Kin le tendía los brazos desde el palacio de cristal iluminado por las sorprendentes luces verdes de aquel sol.

Su madre lo notó ausente y le preguntó el motivo de sus continuas distracciones. Él se atrevió –apoyado en la suposición de ella- a decirle que se trataba de un enamoramiento; su mente insistía en presentarle la visión de la joven de la túnica blanca resplandeciente bajo las luces verdes de ese sol magnífico.

La madre se asustó pensando en un embrujo o maleficio cuando él le aseguró que iría a buscar a la joven del sueño: recorrería el país y pasaría fronteras, caminaría hasta encontrar el palacio de cristal...   El sacerdote del culto  solar,   el


sabio Ah Kin, la tranquilizó advirtiéndole de paso que sería inútil detenerlo; finalizó su plática diciéndole:
– El que cree, hace, y el que hace, crea...
A los tres días, la madre volvió a la choza ceremonial; con hojas de palma limpió los braseros y quemó el copal ante el altar del dios Hunab Ku, único y verdadero que rige el Universo. Dejó unos tamales recién hechos y un tarrito de miel; luego, cerró los ojos para orar.

– Oh, Señor –suplicó–, es mi hijo quien sale a los caminos: líbralo del tigre y de la serpiente; que no se corte o se desangre; que no se rinda.
A la mañana siguiente, ZAC Ceeh prometió a su madre regresar cuando fuera rey de la región del Sol de Rayos Verdes...

Siempre en dirección al oriente, preguntó y preguntó por el lugar que nadie conocía; muchos se burlaron de él y de su sueño... una paloma, una abeja y un venado, cada uno a su paso, le aseguraron que si había visto el lugar y creía en él, sin duda llegaría. ZAC Ceeh siguió al oriente, llegó al mar y cambió de rumbo al descubrir una luz verde a su derecha.

Más adelante, encontró en una ciudad donde había muchos jóvenes que, como él, habían salido en busca de su sueño. Alguno se cansó sin llegar; otro, regresaría al día siguiente a su tierra decepcionado de seguir una fantasía... los más le confesaron que habían estado frente al mismo palacio sin que la joven por quien viajaron de tan lejos, apareciera nunca.

– Deja tus sueños –dijo alguien muy seguro, quédate con nosotros y aprende a divertirte.

– Los sueños son sólo eso: sueños –reflexionó otro, tratando de desanimarlo.



A pesar de todo, siguió adelante: pasó breñales, cruzó llanos y emprendió la subida a la montaña. Sintió por fin la brisa fresca del lugar que buscaba y redobló los bríos. Le sudaban las manos y los pies, el sudor se transformaba en sangre que caía a la tierra de donde nacían frutas que lo alimentaban y le daban fuerzas para seguir.

Al encontrarse por fin frente al palacio de cristal, todo estaba vacío y silencioso; en ese momento Zaac Ceeh quería morirse. Estaba tan agotado que apenas podía sostenerse de pie; esperó unas horas, unos días; mas su ánima le dijo estas palabras al oído:

– No te vayas sin ver...
Por eso subió la escalinata del palacio, ¡arriba estaba ella, Yaax Tubén Kin, esperándolo!
Ambos se fundieron en un abrazo.

– El que cree, hace; el que hace, crea: tú me has creado, tú creíste en mí. Éste es tu premio – dijo ella, y él, creyó en sus palabras...

SAN LUIS POTOSI.

LA PLANCHADA


Esta leyenda, cuyo título podría ser también el de “ La enfermera visitante”, hace recordar a muchos potosinos episodios de misterio, originados hacia finales del siglo pasado.

El antiguo hospital se encontraba entre los barrios de “El Montecillo” y de “San Sebastián”, cerca del costado sur del templo de San José. Cuenta la leyenda que en dicha institución entró a formar parte del personal una enfermera llamada Eulalia, de buena presencia, quien desde luego dio muestras de profesionalismo y diligencia; por lo tanto, se captó la simpatía y el aprecio del personal médico y administrativo.

Eulalia repartía su tiempo entre su trabajo en el hospital y la atención a su familia, que consistía en su madre y dos hermanos menores. Llevaba una vida tranquila, sosegada y al mismo tiempo activa; nada perturbaba el horizonte de esta eficaz mujer, hasta que un día ingresó al hospital un joven médico, apuesto, de nombre Joaquín. Era costumbre en el hospital que cuando llegaba un nuevo médico, el director reunía al personal para presentarlo; ese día Eulalia estaba atendiendo a un paciente, mas hubiera podido dejar su trabajo un momento, suficiente para ser presentada al recién llegado, pero no quiso asistir al llamado del director. Al  anochecer, cuando llegó a su casa, refirió a su madre:

– Hoy llegó al hospital un nuevo médico; aunque no lo conozco ya me imagino que es uno de esos recién salidos de la escuela, fatuos y orgullosos, que ven a una como inferior; pero ya verá... ya verá...
– Hija, es la primera vez que te oigo hablar así ¿te ha ocurrido algo?
– No, nada, nada en realidad; bueno, he tenido algunos contratiempos sin importancia.

Al día siguiente, Eulalia fue solicitada para auxiliar al nuevo médico en la extracción de una bala de la pierna de un herido. Desde el primer momento en que la enfermera vio al doctor, quedó prendada del él, a grado tal que no acertaba a darle los instrumentos debidos. A medida que pasaba el tiempo, ella se enamoró apasionadamente del galeno, en cambio él no mostraba el mismo interés. Sin embargo, pasados algunos meses, Eulalia y  Joaquín se hicieron novios. Ella sintió que por fin se estaban realizando  sus aspiraciones, se veía feliz y en torno a ese amor giraba toda su existencia, pero él no mostraba la misma pasión que ella. Los años transcurrían y en el hospital continuaban de novios el médico y la enfermera.

Un día de tantos, dice Joaquín:

– Eulalia, estoy invitado mañana a una recepción; no tengo ropa adecuada pero un colega me la va a prestar; como tú sales antes que yo, hazme un gran favor: te llevas la ropa a tu casa y si me lo permites, allí me cambiaré. ¿Te parece bien?

– Con todo gusto lo haré Joaquín; vas a ir a tu recepción hecho un príncipe, te verás muy guapo.

Como acordaron, al día siguiente Joaquín llegó a la casa de Eulalia; ya vestido en traje de etiqueta, charla un rato con su novia y, al despedirse, le dijo:

– Olvidaba decirte que asistiré a un seminario de medicina interna; será cuestión de unos quince días.

Pasó algún tiempo que a la enfermera se le hizo eterno, sin recibir noticias de su novio. Un día, un empleado del hospital que anteriormente la cortejaba, le declaró su amor pero Eulalia le contestó:
– Soy la prometida del doctor Joaquín, no creo que usted lo ignore.
– Pero Eulalia, su doctor tardará mucho tiempo en regresar de su viaje de bodas; ¿no sabía usted que se casó en la fecha que renunció a su trabajo en este hospital?
Eulalia jamás pudo recuperarse de la decepción que le causó el engaño, por más que se decía a sí misma: “Debí darme cuenta que él nunca me quiso de verdad; no debo abatirme”. Pero lo cierto es que siempre sufrió por el perdido amor, aun cuando tanto su trabajo como atender su casa, absorbían la mayor parte de su tiempo. Jamás volvió a enamorarse de otro hombre, ni tuvo novio alguno; siguió dedicándose a su profesión, pero ya no era la misma enfermera activa, dinámica, capaz. Se dice que descuidaba a los enfermos, que se volvió demasiado estricta con los demás, que se llenó de amargura. Llegó a tal punto su indiferencia, que aun dentro de su turno desatendía a los pacientes y en más de una ocasión, algunos murieron por su negligencia.

Años después se inauguraba un flamante hospital con el nombre del Doctor Miguel Otero, en la que hoy es Avenida Benito Juárez; a este hospital pasó la mayor parte del personal del antiguo Hospital Civil; entre ellos estaba Eulalia. Transcurrió el tiempo y la enfermera Eulalia, tras una penosa enfermedad, murió en el mismo hospital donde trabajaba.


Se cuenta que en ese hospital se aparecía una enfermera pulcramente vestida de blanco y que de vez en cuando atendía pacientes.

Mucho después se fundó en esta ciudad el Hospital Central Doctor Morones Prieto, al cual pasó parte del antiguo personal del Hospital Miguel Otero.

Una mañana entra una de las nuevas enfermeras al cuarto de un paciente y lo saluda:

– ¿Cómo está? ¿Cómo pasó la noche?
– Bien, gracias a Dios y gracias también a la enfermera que además de darme la cucharada, me dio el elixir que me hizo mucho bien.
– ¿Y a qué hora sucedió eso? – preguntó extrañada la nueva enfermera.
– Como dos horas antes de que usted llegara.
Aun cuando la nueva enfermera sabía que eso no podía ser, nada dijo al paciente; salió del cuarto a continuar su trabajo. Otro día uno de sus pacientes le dice:

– Anoche me dolió mucho la cabeza, pero una enfermera me dio una pastilla y se me quitó el dolor como por encanto.
– Ah, ¿sí? ¿Cuándo le dieron esa pastilla?
– Tal vez en la madrugada.

A la hora de comer, comentó esto con la enfermera Elena Wong Rivas, amiga suya, quien con mucha naturalidad le dijo:

– Ah, sí. Seguramente es La Planchada; le decimos así porque siempre anda muy almidonada, con la bata bien planchada, jamás se le arruga ni se le ensucia; sí, también se aparece en los pasillos y  se introduce en los cuartos de los pacientes. Una vez, en un cuarto donde había pacientes, ahí en la sección de mujeres, yo debía inyectar a una de ellas; mi sorpresa fue grande cuando me dijeron, al preguntar por qué estaba dormida una de ellas:
– La acaban de inyectar, un poco antes de que usted entrara.
– ¿Quién la inyectó?
– Una enfermera vestida de largo, con su ropa bien almidonada.

La nueva enfermera siguió con la duda, aunque su amiga le había referido que se trataba de La Planchada. Estaba verdaderamente intrigada, hasta que al fin pudo platicar ampliamente con otra amiga suya, la enfermera Conchita Armendáriz Hernández; tras de contarle sus experiencias en relación con la enfermera fantasma, Conchita le dijo:

– Pues sí es verdad, yo la he visto y algunos médicos también. Figúrate que un día llegó un doctor nuevo, joven, distinguido y de porte aristócrata, quien al salir de su consultorio, nos encontramos en el pasillo y me dijo:
– ¿Quién es esa enfermera que entró a mi consultorio sin mi permiso, se sentó frente a mi escritorio saludándome y llamándome por mi nombre?
– Como ve, no hay nadie, doctor. Pero no se preocupe, es La Planchada.

En el Hospital Central Doctor Morones Prieto se han acostumbrado a ver deambular por los pasillos, o saber que ha entrado en los cuartos de algunos pacientes, a una enfermera con su vestido largo blanco,  impecable y almidonado. Nadie duda que alguna vez haya asistido como ayudante en las operaciones que los nuevos médicos practican en el quirófano; ese sitio que en el antiguo hospital donde trabajó Eulalia, se llamaba Sala de Operaciones.

LA MALTÓS



Una de las leyendas clásicas más apasionantes de México es sin duda ésta, cuyos hechos se  desarrollaron en la muy leal, noble y aurífera ciudad de San Luis Potosí.

Desde su fundación, ha sido un lugar de población numerosa, porque a raíz del descubrimiento de las minas de San Pedro, muchos buscadores de oro llegaron atraídos por tal acontecimiento. La ciudad Potosina fue fundada por el capitán Miguel Caldera, don Juan de Oñate y Fray Diego de la Magdalena, quienes le pusieron por nombre San Luis, en homenaje al Santo Rey de Francia. Ellos trazaron los primeros lineamientos de la ciudad, la Casa de Gobierno y sitios destinados a parques y mercados. Poco a poco fue creciendo hasta llegar a ser, hacia 1700, la importante ciudad en cuyos años transcurrieron los acontecimientos de esta leyenda.

El peligro de las hordas chichimecas, huachinchiles u otras, era todavía latente, la evangelización de los pueblos estaba en pleno desarrollo. San Luis, la joya arquitectónica, emporio de cultura y religión, ciudad actual de floridos jardines y enhiestas torres, empezaba a vivir.

La mayoría de los habitantes era gente sencilla, vestían indumentaria típica: faldas largas de manta, sayales, rebozos, cobijas, pantalón de manta o de cuero, según las posibilidades de cada quien; asimismo, había señores de casaca y chambergo, en casos especiales usaban sombrero tricornio. Era una abigarrada población en la que habitaban personas de todas las clases socioeconómicas, pero se distinguían básicamente dos: los patrones de hacienda y  los peones, servidores, que a veces llegaban a ser esclavos.

Por las calles abundaban carretas jaladas por bueyes y coches tirados por caballos; caballeros montados en briosos corceles, mucha gente sobre asnos. Ya existían los templos de Tlaxcala, Santiago y Montecillo, San Francisco y su convento. El río de Santiago llevaba todavía su abundante caudal.
En el sitio que hoy ocupa el magnífico edificio Ipiña, había un pequeño manantial; como el agua ha sido en San Luis un líquido preciado, alrededor de dicho manantial germinó una enorme huerta, donde se erigieron diversas construcciones coloniales: cuartos amplios, alta techumbre, corredores, soportales de arquerías. Una de esas casas precisamente se destinó para recluir, aunque de manera provisional, a las personas que tenían la desventura de caer en manos de los inquisidores, donde eran interrogados, torturados y por fin recibían la sentencia que les aplicaban por herejía, lectura de libros prohibidos, prácticas de sectas religiosas y hechicería.

Una mujer de muchas agallas conocida como La Maltós, tuvo su residencia oficial en la casa que acabamos de referir.  Se decía que dicha mujer practicaba la brujería, espiritismo, magia negra y otras costumbres que hoy no son perseguidas; inclusive a muchas personas cultas les ha dado por investigar.

Por paradójico que parezca, La Maltós llegó a obtener mando de inquisidora que en aquellos tiempos significaba tener mucho poder, tanto, que a cualquier persona que esta mujer quisiera perjudicar, bastaba que la acusara de algunos de esos delitos tan perseguidos para hundirla, ya que sin más investigación, se le aplicaba tormento y muchas veces era deportada o se le mataba en las mazmorras de dicho edificio; es decir, como también ocurría con la Inquisición, en nuestra gran Capital Mexicana.

El solo nombre de La Maltós infundía pavor, pues interrogaba a los reos con lujo de crueldad y gustaba de sacrificar personalmente a sus víctimas. Como además sabía malas artes, decían que tenía pacto con Satanás; en fin, era una mujer diabólica.

Por todo eso la gente le temía, aún los políticos y personas de renombre, quienes preferían tener amistad con ella en lugar de tenerla como enemiga, porque ya fuera en forma de acusación o por sus brujerías, estaba en condiciones de perjudicar a quienes ella quisiera.

Se dice que hacía aparecer en el interior de sus aposentos caballos negros, perros descomunales y hasta lobos, así como carretelas tiradas por caballos. Se cuenta que solía salir por las calles de la ciudad a horas altas de la noche en un carro tirado por dos briosos caballos, lo cual hacía de la siguiente manera: en el muro de su habitación dibujaba un coche tirado por dos enormes caballos negros, se colocaba en el supuesto asiento delantero empuñando simuladamente las riendas, pronunciaba unas palabras cabalísticas y ordenaba a los caballos arrancar; entonces cobraban vida, carruaje y corceles, mismos que en forma estrepitosa saltaban a rodar por las empedradas calles de la ciudad, sacando enormes chispas de fuego: recorría los caminos envuelta en llamas y la gente decía santiguándose: “Allí va La Maltós, la mujer infernal, la bruja”.

Sus fechorías no tenían freno, a tal grado que se complacía en destruir altas personalidades. Al fin La Maltós cometió un error grave de funestas consecuencias; ocurrió que se extralimitó en una ocasión al sacrificar a dos personas de mucha influencia política y económica.

Entonces el alto mando inquisidor dio orden de arrestarla y enviarla a presidio a la ciudad de México. La policía rodeó la casa donde vivía  La Maltós,  las  autoridades entraron a capturarla, nada podía hacer que escapara de aquella sentencia; entonces se refugió en el último reducto que era su amplia habitación, pero hasta allí llegó un jefe de la policía acompañado de dos subalternos; la inquisidora destronada no tuvo más remedio que entregarse humildemente diciendo:

– Ha llegado la hora de perder, no puedo resistirme ante la fatalidad, aunque mis poderes no se han menguado, pues cuento con facultades que me han otorgado los dioses y está en mis manos destruirlos en este momento, si así fuesen mis deseos, no obstante, debo obedecer los mandatos de fuerzas superiores y me entrego a vosotros. ¿Puedo pedirles un último favor, una gracia?

Al ver la tranquilidad de la reo, quedaron asombrados los hombres que iban con la misión de aprehenderla y el jefe de policía contestó:
– No es culpa nuestra, nosotros sólo obedecemos órdenes superiores y créame que en estos momentos quisiera no ser yo el que ejecutase esta orden, mas me ha tocado en suerte venir a realizar algo que no quisiera, presentarla ante la justicia mayor, para que sin duda se cumpla la sentencia a la que habéis sido acreedora.
– Nada temáis y no os preocupéis por mí; no cobraré venganza contra vosotros, pero, ¡ay del que haya sido causante de mi mal!, tendrá que arrepentirse mil veces, en fin, llevad a cabo vuestra tarea, el tiempo apremia. Mas cumplidme sólo este último deseo: quiero dejar aquí, en este salón, un recuerdo imperecedero; haré un hermoso dibujo.

La hechicera, con el dedo índice de la mano derecha, trazó en la pared primero los contornos de una carroza, luego las ruedas, la portezuela y dos grifos gigantescos que la jalaban; al conjuro de unas palabras cabalísticas, la carroza parecía moverse. Sonriendo, La Maltós volteó hacia sus aprehensores diciéndoles:  “os invito a que viajéis conmigo por lo ancho y largo de los continentes conocidos”.  Ante la mirada estupefacta de los hombres armados, que permanecían como clavados en el piso, subió ágilmente y la carroza se fue perdiendo en un horizonte sin límites.

Salieron despavoridos el jefe policiaco y sus ayudantes a narrar lo acontecido, pero por supuesto, nadie les creyó. Lo cierto es que nunca más se volvió a saber de La Maltós

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