jueves, 18 de octubre de 2012

ANTOLOGIAS III LEYENDAS (SEGUNDA PARTE)

EL SOL DE LUCES VERDES


ZAC Ceeh era un muchacho extraño, distinto a sus demás compañeros. Aunque jugaba y se divertía como los demás, llegaba un momento en que no quería compartir más y se retiraba del grupo.

No quería cazar pájaros ni poner trampas con los otros para atrapar a los pequeños del bosque. Los animales huían de los demás, pero a ZAC Ceeh lo seguían, se acercaba a él porque su instinto les indicaba que de aquel  jovencito diferente no tenían nada que temer.

Al verse solo, mientras contemplaba el agua de un cenote callado, pensaba que su diferencia se debía a que él no era bueno, y sentía tristeza.

Pero he aquí que en una de sus contemplaciones solitarias, cerca del agua silenciosa, se quedó dormido y soñó.

Algunos pensaron, cuando les contaba aquel sueño, que se trataba de una revelación. Él no estaba seguro, mas tenía la certeza de la realidad de su visión; ésta no se alejaba de su mente ni de día ni de noche.

ZAC Ceeh estaba, de pronto –sin saber cómo había llegado ahí-, en un paraje esplendoroso donde no había estado antes; tampoco entendía en qué forma llegó a ese lugar extraordinario.

Una vegetación baja y aromática cubría grandes llanos que subían hasta unas montañas tan altas que alcanzaban el cielo. El agua no era quieta y callada como la del cenote, sino que corría de un lado y a otro reproduciendo un alegre ruido: ¡moviéndose y cantando como si estuviera con vida!


Pronto sintió que respiraba un aire fresco y suave. Caminó por una vereda limpia y agradable para subir a la más alta de las cumbres. Al llegar a la cima se detuvo maravillado. Se hallaba en un jardín florido en medio del cual se alzaba un palacio de cristal. El sol, desde la altura, lanzaba extraños rayos verdes iluminando todo el paisaje.

Una bella joven se distinguía entre otras chicas que cantaban alegremente en una ronda. Llevaba una vaporosa túnica blanca adornada con trocitos de jade, turquesas y cristal de roca reluciente como el diamante. Su cabello era oscuro, largo, suave y le daba un perfecto marco a sus finas facciones.

ZAC Ceeh se sorprendió más cuando la bella se separó del grupo y se acercó a saludarlo. Él hizo un enorme esfuerzo para despegarse del suelo y abrazarla, pero en ese momento el encanto cesó y él volvió a su solitaria realidad sobre una piedra en la orilla del cenote.

Llegó pensativo a su casa y entregó a su madre los trozos de leña que traía y la corteza de balché para hacer el licor ceremonial. No contó nada entonces y se retiró a dormir. Pera esa noche y las siguientes, Yaax Tubén Kin le tendía los brazos desde el palacio de cristal iluminado por las sorprendentes luces verdes de aquel sol.

Su madre lo notó ausente y le preguntó el motivo de sus continuas distracciones. Él se atrevió –apoyado en la suposición de ella- a decirle que se trataba de un enamoramiento; su mente insistía en presentarle la visión de la joven de la túnica blanca resplandeciente bajo las luces verdes de ese sol magnífico.

La madre se asustó pensando en un embrujo o maleficio cuando él le aseguró que iría a buscar a la joven del sueño: recorrería el país y pasaría fronteras, caminaría hasta encontrar el palacio de cristal...   El sacerdote del culto  solar,   el


sabio Ah Kin, la tranquilizó advirtiéndole de paso que sería inútil detenerlo; finalizó su plática diciéndole:
– El que cree, hace, y el que hace, crea...
A los tres días, la madre volvió a la choza ceremonial; con hojas de palma limpió los braseros y quemó el copal ante el altar del dios Hunab Ku, único y verdadero que rige el Universo. Dejó unos tamales recién hechos y un tarrito de miel; luego, cerró los ojos para orar.

– Oh, Señor –suplicó–, es mi hijo quien sale a los caminos: líbralo del tigre y de la serpiente; que no se corte o se desangre; que no se rinda.
A la mañana siguiente, ZAC Ceeh prometió a su madre regresar cuando fuera rey de la región del Sol de Rayos Verdes...

Siempre en dirección al oriente, preguntó y preguntó por el lugar que nadie conocía; muchos se burlaron de él y de su sueño... una paloma, una abeja y un venado, cada uno a su paso, le aseguraron que si había visto el lugar y creía en él, sin duda llegaría. ZAC Ceeh siguió al oriente, llegó al mar y cambió de rumbo al descubrir una luz verde a su derecha.

Más adelante, encontró en una ciudad donde había muchos jóvenes que, como él, habían salido en busca de su sueño. Alguno se cansó sin llegar; otro, regresaría al día siguiente a su tierra decepcionado de seguir una fantasía... los más le confesaron que habían estado frente al mismo palacio sin que la joven por quien viajaron de tan lejos, apareciera nunca.

– Deja tus sueños –dijo alguien muy seguro, quédate con nosotros y aprende a divertirte.

– Los sueños son sólo eso: sueños –reflexionó otro, tratando de desanimarlo.



A pesar de todo, siguió adelante: pasó breñales, cruzó llanos y emprendió la subida a la montaña. Sintió por fin la brisa fresca del lugar que buscaba y redobló los bríos. Le sudaban las manos y los pies, el sudor se transformaba en sangre que caía a la tierra de donde nacían frutas que lo alimentaban y le daban fuerzas para seguir.

Al encontrarse por fin frente al palacio de cristal, todo estaba vacío y silencioso; en ese momento Zaac Ceeh quería morirse. Estaba tan agotado que apenas podía sostenerse de pie; esperó unas horas, unos días; mas su ánima le dijo estas palabras al oído:

– No te vayas sin ver...
Por eso subió la escalinata del palacio, ¡arriba estaba ella, Yaax Tubén Kin, esperándolo!
Ambos se fundieron en un abrazo.

– El que cree, hace; el que hace, crea: tú me has creado, tú creíste en mí. Éste es tu premio – dijo ella, y él, creyó en sus palabras...

SAN LUIS POTOSI.

LA PLANCHADA


Esta leyenda, cuyo título podría ser también el de “ La enfermera visitante”, hace recordar a muchos potosinos episodios de misterio, originados hacia finales del siglo pasado.

El antiguo hospital se encontraba entre los barrios de “El Montecillo” y de “San Sebastián”, cerca del costado sur del templo de San José. Cuenta la leyenda que en dicha institución entró a formar parte del personal una enfermera llamada Eulalia, de buena presencia, quien desde luego dio muestras de profesionalismo y diligencia; por lo tanto, se captó la simpatía y el aprecio del personal médico y administrativo.

Eulalia repartía su tiempo entre su trabajo en el hospital y la atención a su familia, que consistía en su madre y dos hermanos menores. Llevaba una vida tranquila, sosegada y al mismo tiempo activa; nada perturbaba el horizonte de esta eficaz mujer, hasta que un día ingresó al hospital un joven médico, apuesto, de nombre Joaquín. Era costumbre en el hospital que cuando llegaba un nuevo médico, el director reunía al personal para presentarlo; ese día Eulalia estaba atendiendo a un paciente, mas hubiera podido dejar su trabajo un momento, suficiente para ser presentada al recién llegado, pero no quiso asistir al llamado del director. Al  anochecer, cuando llegó a su casa, refirió a su madre:

– Hoy llegó al hospital un nuevo médico; aunque no lo conozco ya me imagino que es uno de esos recién salidos de la escuela, fatuos y orgullosos, que ven a una como inferior; pero ya verá... ya verá...
– Hija, es la primera vez que te oigo hablar así ¿te ha ocurrido algo?
– No, nada, nada en realidad; bueno, he tenido algunos contratiempos sin importancia.

Al día siguiente, Eulalia fue solicitada para auxiliar al nuevo médico en la extracción de una bala de la pierna de un herido. Desde el primer momento en que la enfermera vio al doctor, quedó prendada del él, a grado tal que no acertaba a darle los instrumentos debidos. A medida que pasaba el tiempo, ella se enamoró apasionadamente del galeno, en cambio él no mostraba el mismo interés. Sin embargo, pasados algunos meses, Eulalia y  Joaquín se hicieron novios. Ella sintió que por fin se estaban realizando  sus aspiraciones, se veía feliz y en torno a ese amor giraba toda su existencia, pero él no mostraba la misma pasión que ella. Los años transcurrían y en el hospital continuaban de novios el médico y la enfermera.

Un día de tantos, dice Joaquín:

– Eulalia, estoy invitado mañana a una recepción; no tengo ropa adecuada pero un colega me la va a prestar; como tú sales antes que yo, hazme un gran favor: te llevas la ropa a tu casa y si me lo permites, allí me cambiaré. ¿Te parece bien?

– Con todo gusto lo haré Joaquín; vas a ir a tu recepción hecho un príncipe, te verás muy guapo.

Como acordaron, al día siguiente Joaquín llegó a la casa de Eulalia; ya vestido en traje de etiqueta, charla un rato con su novia y, al despedirse, le dijo:

– Olvidaba decirte que asistiré a un seminario de medicina interna; será cuestión de unos quince días.

Pasó algún tiempo que a la enfermera se le hizo eterno, sin recibir noticias de su novio. Un día, un empleado del hospital que anteriormente la cortejaba, le declaró su amor pero Eulalia le contestó:
– Soy la prometida del doctor Joaquín, no creo que usted lo ignore.
– Pero Eulalia, su doctor tardará mucho tiempo en regresar de su viaje de bodas; ¿no sabía usted que se casó en la fecha que renunció a su trabajo en este hospital?
Eulalia jamás pudo recuperarse de la decepción que le causó el engaño, por más que se decía a sí misma: “Debí darme cuenta que él nunca me quiso de verdad; no debo abatirme”. Pero lo cierto es que siempre sufrió por el perdido amor, aun cuando tanto su trabajo como atender su casa, absorbían la mayor parte de su tiempo. Jamás volvió a enamorarse de otro hombre, ni tuvo novio alguno; siguió dedicándose a su profesión, pero ya no era la misma enfermera activa, dinámica, capaz. Se dice que descuidaba a los enfermos, que se volvió demasiado estricta con los demás, que se llenó de amargura. Llegó a tal punto su indiferencia, que aun dentro de su turno desatendía a los pacientes y en más de una ocasión, algunos murieron por su negligencia.

Años después se inauguraba un flamante hospital con el nombre del Doctor Miguel Otero, en la que hoy es Avenida Benito Juárez; a este hospital pasó la mayor parte del personal del antiguo Hospital Civil; entre ellos estaba Eulalia. Transcurrió el tiempo y la enfermera Eulalia, tras una penosa enfermedad, murió en el mismo hospital donde trabajaba.


Se cuenta que en ese hospital se aparecía una enfermera pulcramente vestida de blanco y que de vez en cuando atendía pacientes.

Mucho después se fundó en esta ciudad el Hospital Central Doctor Morones Prieto, al cual pasó parte del antiguo personal del Hospital Miguel Otero.

Una mañana entra una de las nuevas enfermeras al cuarto de un paciente y lo saluda:

– ¿Cómo está? ¿Cómo pasó la noche?
– Bien, gracias a Dios y gracias también a la enfermera que además de darme la cucharada, me dio el elixir que me hizo mucho bien.
– ¿Y a qué hora sucedió eso? – preguntó extrañada la nueva enfermera.
– Como dos horas antes de que usted llegara.
Aun cuando la nueva enfermera sabía que eso no podía ser, nada dijo al paciente; salió del cuarto a continuar su trabajo. Otro día uno de sus pacientes le dice:

– Anoche me dolió mucho la cabeza, pero una enfermera me dio una pastilla y se me quitó el dolor como por encanto.
– Ah, ¿sí? ¿Cuándo le dieron esa pastilla?
– Tal vez en la madrugada.

A la hora de comer, comentó esto con la enfermera Elena Wong Rivas, amiga suya, quien con mucha naturalidad le dijo:

– Ah, sí. Seguramente es La Planchada; le decimos así porque siempre anda muy almidonada, con la bata bien planchada, jamás se le arruga ni se le ensucia; sí, también se aparece en los pasillos y  se introduce en los cuartos de los pacientes. Una vez, en un cuarto donde había pacientes, ahí en la sección de mujeres, yo debía inyectar a una de ellas; mi sorpresa fue grande cuando me dijeron, al preguntar por qué estaba dormida una de ellas:
– La acaban de inyectar, un poco antes de que usted entrara.
– ¿Quién la inyectó?
– Una enfermera vestida de largo, con su ropa bien almidonada.

La nueva enfermera siguió con la duda, aunque su amiga le había referido que se trataba de La Planchada. Estaba verdaderamente intrigada, hasta que al fin pudo platicar ampliamente con otra amiga suya, la enfermera Conchita Armendáriz Hernández; tras de contarle sus experiencias en relación con la enfermera fantasma, Conchita le dijo:

– Pues sí es verdad, yo la he visto y algunos médicos también. Figúrate que un día llegó un doctor nuevo, joven, distinguido y de porte aristócrata, quien al salir de su consultorio, nos encontramos en el pasillo y me dijo:
– ¿Quién es esa enfermera que entró a mi consultorio sin mi permiso, se sentó frente a mi escritorio saludándome y llamándome por mi nombre?
– Como ve, no hay nadie, doctor. Pero no se preocupe, es La Planchada.

En el Hospital Central Doctor Morones Prieto se han acostumbrado a ver deambular por los pasillos, o saber que ha entrado en los cuartos de algunos pacientes, a una enfermera con su vestido largo blanco,  impecable y almidonado. Nadie duda que alguna vez haya asistido como ayudante en las operaciones que los nuevos médicos practican en el quirófano; ese sitio que en el antiguo hospital donde trabajó Eulalia, se llamaba Sala de Operaciones.

LA MALTÓS



Una de las leyendas clásicas más apasionantes de México es sin duda ésta, cuyos hechos se  desarrollaron en la muy leal, noble y aurífera ciudad de San Luis Potosí.

Desde su fundación, ha sido un lugar de población numerosa, porque a raíz del descubrimiento de las minas de San Pedro, muchos buscadores de oro llegaron atraídos por tal acontecimiento. La ciudad Potosina fue fundada por el capitán Miguel Caldera, don Juan de Oñate y Fray Diego de la Magdalena, quienes le pusieron por nombre San Luis, en homenaje al Santo Rey de Francia. Ellos trazaron los primeros lineamientos de la ciudad, la Casa de Gobierno y sitios destinados a parques y mercados. Poco a poco fue creciendo hasta llegar a ser, hacia 1700, la importante ciudad en cuyos años transcurrieron los acontecimientos de esta leyenda.

El peligro de las hordas chichimecas, huachinchiles u otras, era todavía latente, la evangelización de los pueblos estaba en pleno desarrollo. San Luis, la joya arquitectónica, emporio de cultura y religión, ciudad actual de floridos jardines y enhiestas torres, empezaba a vivir.

La mayoría de los habitantes era gente sencilla, vestían indumentaria típica: faldas largas de manta, sayales, rebozos, cobijas, pantalón de manta o de cuero, según las posibilidades de cada quien; asimismo, había señores de casaca y chambergo, en casos especiales usaban sombrero tricornio. Era una abigarrada población en la que habitaban personas de todas las clases socioeconómicas, pero se distinguían básicamente dos: los patrones de hacienda y  los peones, servidores, que a veces llegaban a ser esclavos.

Por las calles abundaban carretas jaladas por bueyes y coches tirados por caballos; caballeros montados en briosos corceles, mucha gente sobre asnos. Ya existían los templos de Tlaxcala, Santiago y Montecillo, San Francisco y su convento. El río de Santiago llevaba todavía su abundante caudal.
En el sitio que hoy ocupa el magnífico edificio Ipiña, había un pequeño manantial; como el agua ha sido en San Luis un líquido preciado, alrededor de dicho manantial germinó una enorme huerta, donde se erigieron diversas construcciones coloniales: cuartos amplios, alta techumbre, corredores, soportales de arquerías. Una de esas casas precisamente se destinó para recluir, aunque de manera provisional, a las personas que tenían la desventura de caer en manos de los inquisidores, donde eran interrogados, torturados y por fin recibían la sentencia que les aplicaban por herejía, lectura de libros prohibidos, prácticas de sectas religiosas y hechicería.

Una mujer de muchas agallas conocida como La Maltós, tuvo su residencia oficial en la casa que acabamos de referir.  Se decía que dicha mujer practicaba la brujería, espiritismo, magia negra y otras costumbres que hoy no son perseguidas; inclusive a muchas personas cultas les ha dado por investigar.

Por paradójico que parezca, La Maltós llegó a obtener mando de inquisidora que en aquellos tiempos significaba tener mucho poder, tanto, que a cualquier persona que esta mujer quisiera perjudicar, bastaba que la acusara de algunos de esos delitos tan perseguidos para hundirla, ya que sin más investigación, se le aplicaba tormento y muchas veces era deportada o se le mataba en las mazmorras de dicho edificio; es decir, como también ocurría con la Inquisición, en nuestra gran Capital Mexicana.

El solo nombre de La Maltós infundía pavor, pues interrogaba a los reos con lujo de crueldad y gustaba de sacrificar personalmente a sus víctimas. Como además sabía malas artes, decían que tenía pacto con Satanás; en fin, era una mujer diabólica.

Por todo eso la gente le temía, aún los políticos y personas de renombre, quienes preferían tener amistad con ella en lugar de tenerla como enemiga, porque ya fuera en forma de acusación o por sus brujerías, estaba en condiciones de perjudicar a quienes ella quisiera.

Se dice que hacía aparecer en el interior de sus aposentos caballos negros, perros descomunales y hasta lobos, así como carretelas tiradas por caballos. Se cuenta que solía salir por las calles de la ciudad a horas altas de la noche en un carro tirado por dos briosos caballos, lo cual hacía de la siguiente manera: en el muro de su habitación dibujaba un coche tirado por dos enormes caballos negros, se colocaba en el supuesto asiento delantero empuñando simuladamente las riendas, pronunciaba unas palabras cabalísticas y ordenaba a los caballos arrancar; entonces cobraban vida, carruaje y corceles, mismos que en forma estrepitosa saltaban a rodar por las empedradas calles de la ciudad, sacando enormes chispas de fuego: recorría los caminos envuelta en llamas y la gente decía santiguándose: “Allí va La Maltós, la mujer infernal, la bruja”.

Sus fechorías no tenían freno, a tal grado que se complacía en destruir altas personalidades. Al fin La Maltós cometió un error grave de funestas consecuencias; ocurrió que se extralimitó en una ocasión al sacrificar a dos personas de mucha influencia política y económica.

Entonces el alto mando inquisidor dio orden de arrestarla y enviarla a presidio a la ciudad de México. La policía rodeó la casa donde vivía  La Maltós,  las  autoridades entraron a capturarla, nada podía hacer que escapara de aquella sentencia; entonces se refugió en el último reducto que era su amplia habitación, pero hasta allí llegó un jefe de la policía acompañado de dos subalternos; la inquisidora destronada no tuvo más remedio que entregarse humildemente diciendo:

– Ha llegado la hora de perder, no puedo resistirme ante la fatalidad, aunque mis poderes no se han menguado, pues cuento con facultades que me han otorgado los dioses y está en mis manos destruirlos en este momento, si así fuesen mis deseos, no obstante, debo obedecer los mandatos de fuerzas superiores y me entrego a vosotros. ¿Puedo pedirles un último favor, una gracia?

Al ver la tranquilidad de la reo, quedaron asombrados los hombres que iban con la misión de aprehenderla y el jefe de policía contestó:
– No es culpa nuestra, nosotros sólo obedecemos órdenes superiores y créame que en estos momentos quisiera no ser yo el que ejecutase esta orden, mas me ha tocado en suerte venir a realizar algo que no quisiera, presentarla ante la justicia mayor, para que sin duda se cumpla la sentencia a la que habéis sido acreedora.
– Nada temáis y no os preocupéis por mí; no cobraré venganza contra vosotros, pero, ¡ay del que haya sido causante de mi mal!, tendrá que arrepentirse mil veces, en fin, llevad a cabo vuestra tarea, el tiempo apremia. Mas cumplidme sólo este último deseo: quiero dejar aquí, en este salón, un recuerdo imperecedero; haré un hermoso dibujo.

La hechicera, con el dedo índice de la mano derecha, trazó en la pared primero los contornos de una carroza, luego las ruedas, la portezuela y dos grifos gigantescos que la jalaban; al conjuro de unas palabras cabalísticas, la carroza parecía moverse. Sonriendo, La Maltós volteó hacia sus aprehensores diciéndoles:  “os invito a que viajéis conmigo por lo ancho y largo de los continentes conocidos”.  Ante la mirada estupefacta de los hombres armados, que permanecían como clavados en el piso, subió ágilmente y la carroza se fue perdiendo en un horizonte sin límites.

Salieron despavoridos el jefe policiaco y sus ayudantes a narrar lo acontecido, pero por supuesto, nadie les creyó. Lo cierto es que nunca más se volvió a saber de La Maltós

ANTOLOGÍAS III LEYENDAS

QUERETARO.

EL CALLEJÓN DE DON BARTOLO



De cuando en cuando la Providencia hace un ejemplar y público castigo en algunos seres desgraciados, tanto para escarmiento de sus similares como para dar a la humanidad testimonio de uno de sus atributos: su justicia.

Tal es el objeto que va a ocupar nuestra atención en la presente leyenda.

La tradición oral ha perpetuado este suceso espeluznante y así ha llegado hasta nosotros; pues en tanto pergamino que ha pasado por mis manos, no he dado con esa relación tan digna de conservarse escrita para escarmiento de otros.

A mitad del siglo XVII, vivía en una de nuestras calles céntricas un individuo, bastante rico, a quien llamaban el Segoviano, y cuyo nombre era Bartolo Sardanetta que, por su apellido, más bien parece haber sido florentino que segoviano, como se le apodaba.

Siempre se le conoció solo, teniendo por ama de la casa a una hermana.

Vivía con holgura y desahogo debido a sus rapiñas, pues era prestamista. Mas como en aquel entonces estaba prohibido hacer negocios (?), recibía sus altos réditos en especie, razón por la que ganaba doble, poseyendo, además, algunos terrenos y casas, muchas de ellas quitadas a los tontos necesitados por devengación de réditos.

Así las cosas y llevando, al parecer, una vida hasta edificante en materia religiosa, nadie se atrevía a murmurar de él.

Sólo el día de su cumpleaños se daba entrada franca a su casa a varios reverendos que le dispensaban amistad, y esto por espacio de la comida nada más, pues concurría a los templos como todo buen cristiano.

Refiere la tradición que cada año, a la hora de los brindis, decía esta relación: “Brindo por la señora mi hermana, por mi ánima y por el 20 de mayo de 1701”, fecha demasiado lejana, pero que para él tenía algún significado, aunque nadie se atrevía a preguntárselo debido a su carácter poco comunicativo.

Esto pasaba por los años de 1651.

Así pasaron años y más años; pero como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, llegó al fin la fecha tan fastuosamente cacareada por el Segoviano, y he aquí lo que aconteció:

Era la noche de la fatídica fecha: 20 de mayo de 1701.

Al terminar de sonar la hora sacramental de media noche, se dejó escuchar una fuerte detonación, apareciendo sobre la ciudad un rojo fulgor momentáneo, seguido de un profundo silencio.

Los vecinos despertaron despavoridos, asomándose a las puertas y ventanas, sin encontrar el porqué de aquel formidable ruido.

Y al acercarse la Santa Hermandad, retirábanse presurosos para no verse envueltos en un lío del que con trabajos saldrían.

Nadie volvió a escuchar rumor alguno, quedando sin solución la multitud de hipótesis que fraguaba su calenturienta imaginación.

Al día siguiente, y siendo ya bastante tarde, los vecinos de la casa del Segoviano notaron con extrañeza que ninguno salía de ella, como de ordinario, por lo cual no faltó quien diese parte a la policía, la que enseguida ocurrió, trayendo consigo al escribano real, y al descerrojar la puerta de su alcoba, se presentó un horroroso cuadro, que hizo se les parasen los pelos de punta, no sólo al alcalde del crimen, sino hasta el último esbirro.

Al pie de una muy elegante cama, yacía el cadáver de la que en vida fuera hermana del Segoviano, estrangulada por él mismo.

Pegado al techo estaba el Segoviano, como carbonizado, haciendo gestos horrorosos y pidiendo a Dios misericordia.
  
Se llamó a un sacerdote que, según cuenta la tradición, se apellidaba Marmolejo, quien declaró que aquel hombre estaba poseso, por lo que comenzó a exorcizarlo, logrando que el demonio soltáse su presa y se alejara velozmente, cayendo enseguida don Bartolo, sin vida, al pavimento.

Al caer, ya venía carbonizado un rótulo, que él retenía y que decía: “Castigado así por hipócrita, asesino y ladrón”.

Encontróse en su guardarropa una escritura de papel negro con caracteres blancos, que no era otro sino el contrato celebrado con Satanás, por el cual, a cambio de riquezas, honores y placeres, le entregaría su alma a los cincuenta años de la fecha; y como el plazo había expirado, el contrato forzosamente tenía que ser cancelado.

Este hecho alejó de aquella calle a la gente de buen vivir, y por espacio de más de un siglo se vio con horror; y nosotros todavía alcanzamos a ver cómo esa calle sólo era habitada por gente de mal vivir, entregada a la orgía y a los placeres, hasta que el gobernador Cosío, por los años de 1890, la mandó desalojar, sustituyendo el vecindario con gente pobre, pero honrada.

Y desde aquella horrible fecha, el vulgo dio a esa calle el nombre de Don Bartolo, título con el cual nosotros la conocimos.

¿REGRESA EL CONDE?

Don Manuelito Garfias, un viejito simpático, de no más de setenta años, pero a quien la vida lo había aporreado mucho, nos platicó que un tal llamado Conde Rul, es el azote de los campesinos, a los que se les aparece todas las noches y los trae asoleados.

Cuenta que un día iba en su caballo rumbo a Tequisquiapan; como de costumbre, rezaba el rosario por el camino, hasta llegar al rancho de su compadre Petronilo con el que tiene tratos comerciales, y, llegando a una lomita escuchó un rumor lejano de un galope de caballo. Poco a poco el rumor se hacía más perceptible, hasta que entre la oscuridad vio un bulto negro.

Dijo don Manuel que sintió algo raro, ya estaba oscureciendo y las sombras de la noche producen terror, sobre todo cuando anda uno solo y en el campo. No cabía duda, era un hombre a caballo que venía a todo galope. Mi caballo comenzó a encabritarse intentando devolverse y viendo al corcel que venía a toda carrera, me coloqué a la orilla del camino. El percherón, pasó como alma que lleva el diablo, tomando monte como para San Juan del Río. El jinete, todo vestido de negro llevaba un sombrero de copa del mismo color y una capa que flotaba con el aire, al salir el cabalgador parecía que llevaba mucha prisa.

Pasó frente a mí, dijo don Manuel, sin voltear a verme la cara, y desde luego yo hice lo mismo, pero al cruzarse sentí un escalofrío que me corrió el cuerpo, y mi caballo comenzó a relinchar y pararse de manos; era un personaje extraño, misterioso al que jamás había visto. Y como es muy humano en la imaginación, empecé a pensar en los relatos de fantasmas y aparecidos, que por esta región son muy socorridos, y entonces sí me entró un temblor, se apoderó de mí un terror, que me hizo perder la voluntad, le metí espuelas al jamelgo y como si supiera de mis temores, corría a toda velocidad. No sé cuánto corrimos el alazán y yo, lo cierto que llegué a un jacalito que estaba aluzado con una vela. Y sin más nos paramos, ahí, en la orilla del camino.

¡Ave María Purísima! Y se escuchó una voz medio apagada: ¡Sin pecado concebida! Entré y me encontré en un rincón del jacal a un hombre que rezaba en voz alta y se santiguaba seguidamente. Al acercarme me dijo: “¿Eres de este mundo o del otro?”,  el pobre estaba lívido, le temblaba la boca, las piernas y las manos.


No atinaba a decir nada, sólo señalaba a la puerta con los ojos desorbitados. “El Conde, volvió a venir el conde...”

Yo más sorprendido que él, pensé que era un pobre loco, pero tan asustado como yo. Me acerqué, lo zarandee y le dije: ¿Me puedo quedar aquí esta noche, hasta el amanecer? No quiero seguir cabalgando, acabo de llevar un buen susto.

El pobre hombre contestó: “No tanto como el que yo tengo... Acaba de venir el Conde, cabalgando su negro corcel, y me amenazó, dice que le robamos sus tierras. Que nosotros los agraristas acabamos con las haciendas de los ricos, pero que se ha de vengar”...

Yo no atinaba a decirle nada, ¿cuáles tierras? Si soy un pobre hombre, más bruja que las que pasan volando seguido por estas tierras.

Este Conde, en afán de venganza, dijo el labriego, recorre todo el Estado, dice que esas tierras eran de él, y que le fueron robadas. Su venganza es asustarnos a todos, porque es un ser de ultratumba, un fantasma, una ánima en pena que no puede descansar tranquila por la sed de venganza.

“Me dijo mi compadre Justo –dijo el hombre–, que el conde duerme de día y se levanta por la noche; ensilla su caballo y sale a recorrer sus propiedades, asustando a quien puede”.

Dijo don Manuelito Garfias, que desde ese día no ha vuelto a salir de noche: “todo lo que quieran lo hago a la luz del día, a mí no me vuelve a espantar ese espectro del más allá, el fantasma del Conde que recorre todas las noches el Estado”.


EL QUE A HIERRO MATA...


Como en toda la República, en Querétaro también existen casas que por años permanecen deshabitadas porque de ellas se cuentan historias de aparecidos, brujas y robos.
En el número seis de la antigua calle de “La Flor Alta”, se encuentra aún una hermosa residencia, que inexplicablemente permanece sola; cuando se llega a ocupar, más tardan en entrar que en salir, pues dicen que está habitada por fantasmas que pululan de día y de noche; se escuchan quejidos, gritos y hasta cantos celestiales...

Cuenta la leyenda que los dueños de esa finca, intrigados por saber tantos relatos y sucedidos en su casa de las calles de “La Flor Alta”, que hicieron una investigación del origen de esa residencia que ellos habían adquirido muy barata, sin saber que estaba embrujada. Después de mucho peregrinar, llegó con un anciano del barrio, que mediante unos buenos centavos, y tras hacerlo jurar no platicar la historia, le narró lo que había sucedido a mediados del siglo XVIII.

“¿Quién la construyó? No sé, era muy niño cuando un matrimonio llegó a vivir a esa casa. Se decía que era un rico minero que había venido de Zacatecas, a vivir a Querétaro;  que era un hombre bien parecido, alto, muy distinguido, se conocía que era de buena cuna y sobre todo, inmensamente rico.

Contaba mi papá – dijo el viejito don Evaristo – que en su casa se hacían fiestas muy elegantes, venían personas no sólo de Zacatecas, sino de México para asistir a esos fiestones, que hasta nosotros disfrutábamos de ellos, porque al día siguiente se repartía a todo el vecindario la comida que quedaba del festín.

La señora doña Isabel, también era muy bonita, salía todos los días muy elegante con su cochero, y decían que visitaba los asilos, los hospitales y hasta la cárcel, llevando su caridad.
Parecía un matrimonio bien avenido, aunque contaban los criados que la señora lloraba mucho. Pero se les veía muy felices, quizá solamente de apariencia.

No obstante hay misterios que llevan a escribirse y el tiempo los descubre y los publica. Sucede que por mucho tiempo no se veía al señor, y al preguntar por él los vecinos, les decían que se había ido a Zacatecas por negocios. Pero así, fueron muchos años y el rico zacatecano no llegó.


Se empezó a sospechar algo, y uno de los sirvientes de confianza, una noche soltó la lengua. Platicó que su patrón tenía una amante a la que iba a ver seguido a la ciudad de México, que era una joven de buena familia, pero de malas costumbres, pues andaba con su patrón. Un día la señora Isabel le encontró unas cartas que lo delataron; hubo un gran pleito, sólo se oían los adornos que se estrellaban en el suelo, y los gritos de doña Isabel que le decía: “te vas a morir, adúltero”.

A los pocos días, contrató a un matón profesional, creo que de Guerrero – dijo el mozo – y éste, una noche en que el patrón estaba muy quitado de la pena, lo mató de una puñalada. La señora con frialdad vio aquel asesinato, cuando le iba a pagar al sujeto, aprovechó un descuido de éste, y ella le dio muerte con el mismo puñal que había asesinado a su marido.

Con mi ayuda y la de dona Trini, su criada de confianza, llevamos los cadáveres al sótano y ahí hicimos dos agujeros, en donde los enterramos.
Trini al poco tiempo se volvió loca, y yo quedé encanijado, con la amenaza de que si decía algo me mataría a mí y a mi familia.

Al poco tiempo me fui para Celaya, quise olvidar el asunto y tratar de ser feliz, pero no podía. Aquella escena dantesca no se apartaba de mi memoria.

Al poco tiempo supe que doña Isabel, a quien le llamaban la “Zacatecana”, había muerto, la habían asaltado y para que no hablara, le habían dado de puñaladas.

Mucho tiempo la casa permaneció deshabitada, hasta que llegó un pariente del difunto patrón y la vendió a puerta cerrada, con todo lo que había adentro.

Se cuenta que se le echó tierra encima a aquel sangriento caso. La residencia fue desmantelada, y permaneció vacía durante muchísimos años. Los mendigos iban a refugiarse en la casa vacía, pero, salían despavoridos porque decían que espantaban.

Se cuenta que un licenciado Francisco Veraza, compró el inmueble, lo mandó restaurar totalmente, y él mismo refirió que encontró dos osamentas de cadáveres humanos, lo que era un verdadero misterio sin saber si eran los que se decía había matado doña Isabel.



¿La verdad? ¡Quién la puede saber! Lo cierto es que la casa existe, y que misteriosamente desaparecieron los esposos zacatecanos que llegaron a vivir a Querétaro. Bordándose una leyenda de ellos, la que a la fecha se cuenta como de los casos ocurridos en Querétaro, los que el

vulgo convirtió en una de la leyendas queretanas. Conociéndose, a la fecha, la residencia que habitaron, como “La Casa de la Zacatecana”.

QUINTANA ROO.

EL PRÍNCIPE KUK



Había una vez en el reino de Tzutuha –agua o fuente florida- una princesa tan perfectamente hermosa que su padre el señor Exbalán –tigre negro- al nacer le había llamado Mactzil –milagrosa, maravillosa.

Mactzil poseía oro y chalchihuites, cuentas de ámbar y turquesas, esclavas y mantas finas, extensos maizales, casa y jardines, cacao y pellones de pluma.

Y como si no fuera tanta riqueza, aquella princesa además poseía campos floridos y lagos quietos, olorosos huertos y pajareras con las más raras aves de color y trino ¡Mactzil era feliz, muy feliz!

Mas un día, llegó hasta la sala principal de palacio del señor Exbalán, un joven Mecatecatl –el señor del cordel, músico– el que lucía hermosa diadema y collar de oro, y quien portaba un cordel cuyas dos puntas colgaban sobre el pecho y la espalda, formando un trenzado de dos colores. El joven Mecatecatl llevaba, además, en la mano, su Ayotapalcatl –concha de tortuga–, porque él era un delicado trovador que había estudiado en el Mecatlán –lugar de los músicos.

Aquel joven había recorrido muchos reinos llevando sus cantos y sus poesías que hablaban de flores hermosas y pájaros misteriosos, de grandes batallas e inconcebibles amores, idilios místicos y castigos crueles. ¡Ël era trovador nacido para cantar y siempre soñar!

Opichén –aromado pozo– se llamaba aquel esbelto como aguerrido joven, quien en momentos de descanso llegó a contarle a la bella Mactzil, que en sus largas correrías de trovador, había llegado hasta el palacio de una princesa maya, preciosa niña que por lo pálido de su rostro y lo blanco de su piel le llamaban Ixchel – luna.
Mactzil, intrigada, pidió más noticias de su rival en belleza, preguntando curiosa, si tenía muchas joyas, y usaba esencias aromadas para su cutis, si sus ojos eran negros como la noche, si su cabello era largo y sedoso y sus jardines lucían tan hermosos como los suyos.

Opichén satisfizo su curiosidad de princesa mimada, acabando por hablarle del tesoro que aquella niña poseía, consistente en un hermoso Kuk –quetzal–, el que tomaba sus alimentos en la mano de la princesa y que siempre iba posado en el hombro de su dueña.

– ¿Un quetzal? –asombrada exclamó la princesa de Tzutuha. Yo sé, porque lo he oído repetir a los Enauinos Chic –sabios, magos o adivinos– que esa ave es sagrada, y nunca acepta el cautiverio, pues muere de tristeza al verse separada de sus hermosos bosques. ¿Cómo es posible tal cosa?
– Yo he visto con estos ojos que se han de convertir en polvo, el quetzal de la princesa Ixchel.

Mactzil ya no tuvo reposo. Por noches y días se le vio melancólica y silenciosa, y fueron vanos todos los esfuerzos del señor Exbalán para devolverle la alegría.

Una noche, noche de tormenta, Mactzil decidió ir a los lejanos bosques más allá de Tzutuha en busca de un bello quetzal.

Por días y semanas caminó en dirección de las ciudades mayas hasta llegar al corazón de los bosques sagrados de Chiapas en busca de los Xulús, esos diablillos que habitaban en los ríos y curaban con el agua todo mal de amores.

Así, mactzil llegó al reino de Yum Kax –señor de los bosques- quien al verla tan hermosa y tan niña accedió a guiarla por los ocultos senderos hasta el misterioso rincón donde habitaban los Xulús.


Cuando ambos llegaron hasta donde el agua brotaba, Yum Kax se despidió de ella deseándole tuviera suerte.

Mactzil caminó y caminó hasta llegar al milagroso río, en donde alborozada se desprendió de su ropa, sumergiéndose en el agua esperando llegaran sus habitantes.

Mas sucedió que el bosque estaba habitado por los pájaros verdes, los sagrados Kuk, y el príncipe de ellos que había sorprendido la presencia de la niña en su reino, enamorado de su belleza, oculto desde la espesura de las sagradas ceibas, contempló cómo Mactzil se sumergía en el agua misteriosa de los Xulús.

¡Cuán hermosa era, cuán niña! Por lo que se sorprendió de la presencia de la escultural doncella, dejando las altas ramas, se posó sobre el hombro desnudo de la joven.
La princesa, sorprendida de la belleza y esplendor del pájaro de la cauda verde, asustada le pidió se alejara de su lado, ya que necesitaba cubrirse, por lo que el quetzal, después de besarle los labios, huyó al corazón del bosque.

Mactzil, durante muchos días recorrió la espesura, llamando con palabras cariñosas al ausente, y cuando desfallecía de pena y sus ojos estaban enrojecidos por tanto llanto, allá, donde la sombra era más espesa, surgió ante ella un gallardo joven luciendo penachos verdes y collares de jade.

Mactzil, sorprendida se detuvo ¿Quién era ese desconocido?
Mas el joven que adivinó su pensamiento le dijo:
– Yo soy el que tú buscas. Soy el príncipe de los quetzales, quien te besó en el río ¡Este es mi reino y ya te esperaba!
Y días después el príncipe de los quetzales y la princesa Mactzil se casaron, quienes vivieron felices en el bosque.

Un día la princesa sintió nostalgia por su anciano padre, por lo que día a día pidiera a su esposo que regresaran al lado del señor Exbalán, acabando el príncipe por acceder a su ruego.

Cuando llegaron a Tzutuha fueron recibidos con grandes festejos. El príncipe era hermoso y su gallardía subyugó a los súbditos del padre de la princesa.

Pero una noche, Mactzil tuvo un sueño, un doloroso sueño. Soñó que los habitantes del bosque iban en busca de su señor, y que éste, volviendo a su forma primitiva, alzaba el vuelo, dirigiéndose a la espesura de su reino, de donde jamás regresaría.

Asustada la princesa decidió consultar a los adivinos, quienes le aconsejaron le tuviera cautivo, por lo que el príncipe Kuk no tardó en ser vigilado en todo instante, y hasta en la hora de sus sueños era espiado.

Un día, cuando paseaba por los jardines del palacio de su esposa, le salieron al encuentro varios quetzales convertidos en humanos, quienes le pidieron volviera a su forma bellísima y volviera a agitar sus alas bajo la caricia del sol, y olvidándose del amor de la princesa, volviera a su reino.

El príncipe, que amaba mucho a su esposa, temió que si se alejaba de ella, su dolor no tendría límites; mas la angustia de sus súbditos le conmovía, quienes en ruego repetían:

– Señor, ¿qué te detiene aquí? El amor de los humanos es traidor y falso. Vuelve a tu reino antes de que sea tarde.

El príncipe Kuk, convencido de que ése no era su reino, decidió quedarse solamente esa noche para besar por última vez los labios de su esposa, prometiendo que apenas se dibujara en el cielo el esplendor del alba, emprendería el vuelo, y los quetzales, convencidos de la seriedad de su soberano, aceptaron esperarle.
El príncipe volvió al lado de su esposa, y por horas y horas la contempló dormida, dejando fluir toda la ternura que encerraba su corazón, y cuando la noche llegara y las sombras se hicieran más espesas en la estancia real, mágicamente adquirió su forma de pájaro quetzal, quien acercándose a la preciosa Mactzil, besó delicadamente sus labios.

La princesa al sentir la caricia, despertó, y al ver al quetzal a su lado, dio de gritos, ordenando cerraran todas las puertas de palacio, evitando que el príncipe pudiera huir, pues cien manos lo aprisionaron y le cortaron las alas.

Cuando a los pies de la princesa Mactzil fue depositado el quetzal sin alas, el príncipe kuk reaccionó intentando volar;  pero sus esfuerzos fueron inútiles.

Convencido de que jamás volvería a su reino de esmeralda donde sus súbditos, libres y felices le esperarían inútilmente, sintió terrible dolor y desesperada angustia le rompió el corazón.

Es por eso que desde entonces, el príncipe de las aves, el sagrado kuk, el hermoso quetzal, muere en cautiverio, ya que los dioses dispusieron que el ave de las guías verdes solamente debe de vivir en lo más profundo de la selva.


EL HOMBRE QUE VIO A LOS DIFUNTOS


Todos sabemos que cuando se aproximan los días de los fieles difuntos necesitamos realizar una labor fuera de lo habitual: adornar nuestras viviendas, limpiar los espacios que rodean nuestros hogares, así como los caminos; preparamos un altar de la Santa Cruz, le ponemos al santo su ropa de xookbichuy (bordado de punto de cruz), cubrimos el altar con mantel nuevo, alistamos los lakes (trastes de barro), las jícaras, los chuyuboob (bases de bejuco para las jícaras). Han de estar preparadas las velas de colores para los pequeños y las de cera para los mayores.

Tenemos la certeza que el 31 de octubre por la noche comienzan a llegar las ánimas de nuestros seres queridos para visitar sus hogares y recorrer los sitios que en vida les fueron comunes.

Hace algunos años, en vísperas de los finados, Francisco Chan había elaborado, muy cuidadosamente, un plan para tener el privilegio de ver a las ánimas o pixanoob.

Es creencia popular que cuando los perros aúllan por la noche, lo hacen porque ven a los seres de ultratumba que vagan en las inmediaciones de los jacales.

Pues bien, la estrategia urdida por J. Parán consistía en impregnar un algodón con la secreción lacrimal de Boxní, su perro, y untarse en las pupilas la fibra humedecida, a fin de adquirir la agudeza visual y el don que se atribuye a los canes.

La noche del 31 de octubre llegó obscura, negra como pocas; tan silenciosa y solemne que ni el canto del chochlem (la cigarra) ni el lúgubre mensaje del xoch (tecolote) interrumpían la completa quietud del ambiente.

En el jacal del septuagenario Francisco dormían profunda y pesadamente sus hijos, nueras y nietos, mientras un delgado hilillo de humo esparcía discretamente en la estancia el aroma de un leño resinoso. Solamente él estaba despierto, dispuesto a correr el velo del misterio.

Acarició a su perro como lo hacía por costumbre y luego procedió a ejecutar el plan largamente meditado y madurado: con el líquido que manaba de los ojos del animal impregnó un algodón que de inmediato se frotó en las pupilas. Varias veces repitió a conciencia la operación y luego se retiró hasta un rincón de la casa, en un lugar estratégico donde, a través de los kolojcheoob (paredes de bajareque), podía mirar hacia el exterior.

La espera se inicia con la inquietud y la incertidumbre de atisbar en el arcano del más allá. A la respiración poco trabajosa acompañan los ronquidos de variada intensidad y ritmo y sonidos distintos, haciendo más tensa y nerviosa la espera.

Repentinamente, en la negra bóveda celeste aparecieron unos diminutos puntos luminosos, semejantes a cocuyos formados en columna; algunos segundos de avance permitieron distinguirlos como velas de una peregrinación que momentáneamente se detuvo para recibir las siguientes instrucciones: Seneex ta naji leex, xeneex a uileex a laak’ obeex chen bale bik tubukteex a suteex zamale. (Vayan a sus casas, vayan a ver a sus familiares; sin embargo, no olviden que deben regresar aquí mañana).

Un sudor helado, intensamente frío, bajaba de la frente a la garganta del intrépido Francisco, quien se sentía paralizado, totalmente petrificado como antiguo ídolo, mientras miraba avanzar en dirección suya, parsimoniosamente, un ser del más allá envuelto en alto ropaje, que sostenía en la mano un cirio encendido.

  
La figura fantasmal se detuvo junto a la batea y exclamó: Ninka in p’o in nok’ yete le jaa’ (Voy a lavar mi ropa con esta agua). Asentó la vela y se despojó de su mortaja. Acto seguido comenzó a escucharse el ruido característico del agua y de la ropa que se lava. Una ropa blanca, con fragancia de limpieza y de misterios quedó tendida en la soga, moviéndose lentamente, impulsada por los vientos de la media noche.

Tras un momento de expectación, nuevamente el escalofrío recorrió la columna vertebral del tatich (anciano) Francisco. La vela se desplazaba ahora como si fuera dueña de su voluntad y poseedora de movimiento, en dirección a la choza... crujió la puerta, leve pero claramente, y pasos de pie descalzo llegaron hasta la mesa de la Santa Cruz. Una voz femenina muy familiar dijo: Ninka in wuk’e chucua yan te luch yetu wajilo’ (Voy a beber el chocolate que está en la jícara con su pan).

Alguien sorbía chocolate de una jícara y comía pan dulce.

La vela se había apagado y la obscuridad era total. Francisco se estremecía violentamente de pies a cabeza, su corazón golpeaba con vigor creciente el tórax como queriendo romper el pecho del anciano. Inesperadamente escuchó muy de cerca la voz de su difunta esposa que le dijo: Bala cuxanex yok’o kab, wichan; talen in wilech tumen teche ta dzibotáh a wilik le yum pixanoobo. (Con que vives en el mundo, esposo; vine a verte porque deseaste mirar a las santas ánimas). Un círculo blanco tomó las facciones de una cabeza con la mitad descarnada enseñando la cavidad ocular, una cavidad nasal y parcialmente las mandíbulas.

¡Fue demasiado fuerte el impacto! Nuestro personaje sintió que el suelo se hundía bajo sus plantas, le fue imposible seguir respirando y, mientras todo giraba vertiginosamente en torno suyo, perdió el conocimiento, al mismo tiempo que escuchó una voz remota que decía: Yan a botic a K’eban, kin padkech teich k’ak’o, tus ku bootku k’eban maak. (Tienes que pagar tu pecado; te espero en el purgatorio donde paga el hombre sus pecados).

El canto de las aves mañaneras, el aroma del bosque y la luz del sol que hacían huir, presurosas, a las tinieblas, para refugiarse en las grutas y cavernas del inframundo, anunciaban un nuevo día.

En la humilde habitación, escenario del drama, todo era agitación y enigma. Todos querían hablar y lo hacían atropelladamente, aumentando el desconcierto. Miraban y señalaban, desde prudente distancia, el fémur que se encontraba sobre la mesa del santo. Otros lloraban alrededor del tatich, quien hervía en fiebre con las mandíbulas herméticamente cerradas, sin poder emitir sonido alguno. Muchos curiosos miraban atónitos la mano impresa, como un molde al rojo vivo, en la puerta de aquella sencilla morada que de la noche a la mañana cobraba gran notoriedad.

Inútiles fueron los rezos del jmen (chamán), las atenciones de la yerbatera dzak yah. Don Francisco no salió de su mutismo y, cuando se realizaban los preparativos para el bix (ceremonia ocho días después), falleció. “Kuch kib” les dicen a los que mueren en el día de finados.

Han pasado muchos años. Hoy, 31 de octubre, escucho a los perros del poblado aullar nerviosamente en las cercanías de la casa donde se protagonizó la tragedia. Tal vez estén mirando dos figuras de ultratumba, con sus cirios encendidos, encaminarse hacia el hogar de sus descendientes: han de ser Francisco y su esposa. Yo no quisiera comprobarlo.


EL NOVIO DE LA XTABAY



En cierta ranchería vivía una familia integrada por los padres y una pareja de hijos. Diariamente el padre con su hijo de 17 años iban a trabajar a la milpa, camino a la cual tenía que pasar bajo un corpulento y frondoso yaxché (ceibo).

En medio de esta diaria rutina pasaban días, semanas, meses y años, hasta que el joven, fastidiado y fatigado, comunicó a su progenitor su deseo de casarse, para que le buscara esposa, pues según la antigua costumbre maya los padres se encargaban de elegir a sus futuras nueras.

Poco caso hizo el padre a la solicitud de su hijo, pensando que al casarlo perdería fuerzas para la explotación de su parcela, por lo que el tiempo pasó sin resultados satisfactorios para el joven.

En una de tantas idas y vueltas, el mancebo se distrajo hasta casi entrada la noche y, poco después de emprender el retorno al hogar, al pasar frente al yaxché sintióse cansado, por lo que  reposó sobre una enorme raíz. Allí se sumió en sus pensamientos, analizando su triste existencia sin que nadie se apiadara de su mala suerte; recordando las críticas de que era objeto por parte de otros muchachos que vivían felices al lado de sus esposas; elucubrando en su cerebro cosas buenas y malas; haciéndose mil ilusiones con una mujer que compartiera su vida.

Por fin comprendiendo la triste realidad de su desgracia, ofuscado y con los nervios en tensión, lanzó una terrible invocación: “¡Kisin!, si en verdad existes, te entrego mi alma a cambio de una mujer bonita que deberá ser mi esposa”.

En el silencio de la noche, los ecos de la selva repitieron su demanda.


Desahogado su enojo, el joven quiso reanudar su camino, mas de improviso, entre los resplandores de la luna, vio que junto al tronco del yaxché estaba una mujer elegantemente vestida con joyas filigranadas en oro, quien le dijo: Huinic, judzaba kaj, ualten wa beyen bixe ka dziboltiko (Hombre, acércate y dime si soy como la que tú deseas).

Obediente, el hombre se acercó a la mujer sin inmutarse, por que veía en verdad algo extraordinario en la innegable belleza de aquella dama; sólo tuvo un instante de duda, al percatarse de que la luenga cabellera de la joven casi llegaba a los tobillos, pero la incomparable hermosura lo dejó de nuevo extasiado.

De improviso se escuchó el lúgubre canto del xoch (buho) y la mujer se despidió diciendo: In dzulile tun d’anken wa a k’aat kaak ilba tu katene’ d’ anen layli way te kuchila chumuk ak’ab ka d’anken beya; Xunan yal kisin tak in wilkech. (Mi amo me está llamando. Si quieres volver a verme llámame aquí mismo, en este lugar a media noche; me hablarás así: Hija de Satán, quiero verte).

Tan misteriosamente como apareció, la mujer se esfumó dejando tras sí una estela de humo verdoso, mientras el joven quedaba semiadormecido. Sin embargo en poco tiempo se repuso y, sin recordar cuanto había sucedido, continuó su comino a casa; nada le reprocharon sus padres en cuanto a su llegada más allá de la medianoche, pero sí le recomendaron que no volviera a suceder.

Pronto la familia olvidó el incidente, mas con el correr de los meses los padres comenzaron a notar algo anormal en la conducta del joven, pues éste esperaba a que sus progenitores se durmieran para ir a sus citas de medianoche con su enamorada, quien, finalmente, le dijo una noche: Lela’ jach u dzoc ikil ilicba’ wa jach jajad’an a yakunmene alten tu... jaji je’ a betik le oxp’ el baaloba’... yax unp’eel, ad’an yetel in dzulil kisin te’ actuan ma Nac. Uaye’... kap’eel, k’ubten a pixan utial in dzulil... oxp’ eel,  ka sutkaba chivoi u tial ka’tzenten  yetel  u  bak’el

kimen makoob. (Esta es la última vez que nos vemos; si en verdad me quieres prométeme que harás estas tres cosas: primero, hablar con mi amo el diablo en la gruta no lejos de aquí; segundo entregar tu alma a mi amo; tercero, convertirte en chivo para que me mantengas con carne de hombres muertos)

Dispuesto a todo por realizar su anhelado sueño, el enamorado joven acudió puntualmente a su cita de la noche siguiente y siguió a su prometida hasta una cueva en cuyo fondo, tres fémures que hacían las veces de velas encendidas formaban un triángulo en cuyo centro estaban la calavera de un macho cabrío y el cráneo de un ser humano.

De las profundidades de la caverna surgió entonces una estentórea voz  que comenzó a instruirle: “Estás cumpliendo con lo prometido; ahora levanta la calavera con cuernos y colócala frente a tu cabeza diciendo: Tak in sutkimba un tul chivo utial kin kaxte u bak’ el kimen makoob utial in tzent in watan. (Quiero convertirme en chivo para conseguir carne de hombres muertos para mantener a mi esposa hija de Satán)

Seguidamente se le ordenó que se parara sobre el cráneo humano diciendo: “Maldita seas porque con tu carne alimentaré a mi esposa hija de Satán. Hija de Luzbel, conviérteme en fornido chivo”. Al finalizar esta invocación, el joven sintió que su cuerpo se transformaba, cubriéndose de pelo, hasta convertirse en una bestia infernal que salió de la caverna y se dirigió al cementerio, donde se proveyó de la carne de un cadáver recientemente sepultado, para llevarla como primera prueba a su prometida.

U yal kisin suten tu ka’teen in wincli bey uch kin siji yok’o cabe... (Hija del Diablo, devuélveme el cuerpo natural como cuando vine al mundo). Y al reuperar su forma humana el muchacho oyó de nuevo a su prometida: Tin wilke’ jach utz a wuuykin d’an biin a tukukte’ utial tumben u’kun dzokokbel layli te kuchila’ chen baxe’... ma u  bin tuubu teche a tazik ten u bak’el  le kimen makoobo...  (Estoy

viendo que me obedeces muy bien y debes pensar que en la luna nueva nos casaremos en este mismo lugar, pero no olvides seguir trayéndome carne de hombres muertos).

Al volver a la realidad, el pobre enamorado nada recordaba sobre su transformación, excepto que había tenido un sueño desagradable; mas para él sólo era real la existencia de su bella futura esposa, sin percatarse que había entablado relaciones con la temible Xtabay (Llorona).

Poco a poco, en las rancherías circunvecinas fue divulgándose la noticia de que un monstruo desenterraba cadáveres para comérselos, por lo que después de varias macabras comprobaciones una junta de vecinos, presidida por el jmen (sacerdote), acordó que se diese aviso en cuanto ocurriera cualquier sepelio.

A los pocos días falleció otra persona y por la noche, después del entierro, los hombres, armados cada uno con su respectivo bud’bil dzon (escopeta de retrocarga), fueron a montar guardia a las puertas del camposanto.

A eso de la media noche, un enorme animal saltó la barda del cementerio y, olfateando, llegó hasta la tumba recientemente ocupada; luego, valiéndose de patas y cuernos, dejó al descubierto los despojos; mas cuando se disponía a mutilar al cadáver a mordiscos, sonó una descarga cerrada y, con ayuda de lámparas de cacería los hombres apreciaron mejor a la bestia de descomunales cuernos que, de un salto ganó la salida y huyó velozmente.

Los hombres se precipitaron hacia el lugar donde había estado el engendro y, al no hallar  huellas de sangre, uno de los más viejos comentó: Le k’ak’as balo way chivo u yalak’kisin, ka pajtak u tzaya yool dzon tie k’abeet u dziba te tu yole dzonoobo unp’eel cruz. (Ese engendro del mal pertenece al diablo; para que puedan hacer blanco los proyectiles de las escopetas es necesario que rayen cada una de sus balas con una cruz).

Varios meses pasaron hasta que ocurrió otra defunción. Pero esta vez, los pobladores que acudieron a vigilar el cementerio tomaron además otra prevención. Varios de ellos se instalaron en árboles estratégicamente elegidos en el probable  camino que podría recorrer el animal, con instrucciones de avisar con silbidos su llegada.

Las medidas adoptadas esta vez produjeron resultados más satisfactorios. Cuando sonó la descarga unificada de todas las armas, la bestia, impactada, se reviró y cayó violentamente cerca de las puertas del camposanto; y aunque logró reponerse y escapar de nuevo, los vigías en los árboles pudieron ubicar aproximadamente hacia dónde se revolcaba en su fuga, mientras que otros se acercaban al lugar donde cayó el animal, donde descubrieron un charco de sangre.  Mas como era ya más de media noche, optaron todos por retirarse para volver temprano a investigar qué suerte corrió la bestia herida.

A la mañana siguiente, unas hierbas manchadas con sangre, que un vecino descubrió poco después de iniciar la búsqueda, pusieron a los hombres en seguimiento de un rastro durante casi todo el día, en medio de la selva, hasta llegar a las puertas de una casa junto a un angosto camino.

Después de algunos titubeos, el mas viejo de los hombres tocó a la puerta, la cual abrió casi de inmediato un hombre que suplicaba silencio porque su hijo había llegado en la madrugada herido en un accidente de trabajo.

Sin embargo, el dueño de la casa fue conminado a franquear la entrada por uno de los buscadores quien le dijo: A tuz uinik... a vale’ yan u d’an yetel kisin tumen zanzamale’ chumuk ak’abe’ ku zutkuba uay chivoi ku maan u yokolt u bak’e kimen makoob. (Mentira hombre; tu hijo habla con el diablo, porque todos los días, a media noche, se convierte en un chivo infernal que anda robando carne de los hombres muertos).

Al parecer, el animal herido pudo transformarse de nuevo en ser humano y así llegar a la casa sin despertar sospechas, pues padre e hijo eran inocentes de los

hechos: uno por ignorar las macabras andanzas de su vástago, y éste por actuar fuera de sus cabales.
Sin embargo, al entrar en la casa los vecinos sintieron un hedor que ni los padres del muchacho podían explicar, por lo que se pusieron a registrar la casa, hasta que encontraron una bolsa que contenía carne en descomposición. En ese momento oyeron quejarse al herido y todos se acercaron a él para exigirle la verdad de cuanto acontecía, a lo que el muchacho respondió:

In tataoobe’ mixba u yojloob. Chen baax k’ajantene’ ti untuul xkichpan ch’up chouak u tzotzel u pol, jachjadzuzt u buquina tin ualati’ yan in bizik u yooch bak’ kin ch’ikti le makoob kimentakobo. (Mis padres nada saben; sólo recuerdo a una linda mujer con larga cabellera y muy bonito vestido, a quien le dije –prometí- llevar su comida con carne que le tomo a los hombres muertos).

Luego continuó: Tin uila xan un tenake u yoke ma beye toona, jelantac, un dist. Yoke’ bey u may chivoi u lan dzite’ bey ti ulume. (Vi también que sus pies no eran igual a los nuestros, uno era como los del chivo y otro como los del pavo). Pero mientras esto iba relatando, el joven se fue transformando en un robusto macho cabrío, cubierto con pelos y con dos cuernos.

Sin poder soportar más aquella espeluznante transformación ante sus ojos, temblando aterrorizados, todos salieron atropelladamente de la casa, mientras las lúgubres notas del xoch, pájaro del  mal agüero, indicaban que la noche ya les había sorprendido, por lo que decidieron incendiar la casa.

Poco tardó en levantarse una enorme hoguera, mas de improviso, ante las miradas cada vez más aterrorizadas de los vecinos, en medio de las lenguas de fuego se vio surgir abrazada a la pareja de enamorados, almas infernales, mientras la Xtabay iniciaba su tétrico llanto:
– Aaaaayyyy... mi querido amorcito, te llevaré ante mi amo Satanás y allí, entre el fuego, viviremos felices como te prometí... Aaaaayyyy... tu alma ya nos pertenece... Aaaaayyyy.

A lo lejos  se dejaron oír el aullido de los perros  y el canto del xoch, presagios de muerte.

EL COCAY


En uno de los pequeños y acogedores pueblos de Quintana Roo, no recuerdo si fue en Kantunilkín, en la isla de Holbox o en Solferino, lo cierto es que me pareció interesante la historia que escuché aquella tarde.

“Había una vez”... ¡un mago! Un señor mago capaz de curar todas las enfermedades. Enfermos y miserables llegaban de todos lados para consultarlo y sanar; para encontrar remedio y consuelo.

Cuando algún doliente se le acercaba, el mago sacaba una pequeña piedra verde que guardaba con esmero –una y otra vez- dentro de una bolsita especial. Frotaba la piedrita entre sus manos meditando y pidiendo ayuda a la divinidad; entonces sus manos adquirían poder para curar. Pero... un día estaba descansando en la selva bajo una gran ceiba. Los pájaros cantaban a su alrededor, las abejas zumbaban y las mariposas recorrían el espacio con sus silenciosos vuelos de colores. Pasaban los conejos y algún venado; el viento no quería perturbar aquella tranquilidad. El mago se quedó profundamente dormido.

Fue el agua la que se cansó de tanta calma y empezó a caer sobre el lugar. Huyeron los conejos y los venados. Las mariposas y las abejas buscaron refugio. Los pájaros dejaron de cantar y regresaron a sus nidos. El señor mago despertó sobresaltado, se levantó y corrió en medio de la abundante lluvia.

Al levantarse debe habérsele caído la piedrita verde que lo dotaba de poder divino. Él no se dio cuenta hasta que una mujer llegó a pedirle ayuda porque tenía un niño enfermo.  Quiso sacar la piedra y encontró –con tristeza- la bolsita vacía.


– Mi piedrita mágica se ha perdido –clamó desconsolado-, debo buscarla de inmediato, ella es la que me da el poder de sanar.

Y regresó al lugar donde estuvo dormido. Buscó con mucho cuidado y la piedra no estaba. Anduvo varias horas recogiendo hojas y varas caídas y levantando matas donde pudo haber perdido su tesoro, pero tampoco lo encontró. Llamó entonces a los animales –más astutos y hábiles que el hombre con buen olfato y mejor vista- y les pidió aulixio.

– He perdido mi piedra verde: sin ella no es posible que yo pueda curar.

Tú, venado que conoces los caminos, ayúdame a buscarla. Tú, zopilote, que ves desde lo alto, ten piedad de mi pena. Tú, liebre amiga, que entras por las cuevas y escondites de la selva... Tú, cocay, luciérnaga pequeña, necesito que busques también mi piedra verde, te ruego que lo hagas; piensa que sin ella muchos enfermos y afligidos no tendrán remedio... ¡premiaré a quien la encuentre!

El zopilote voló para ver desde arriba. El venado corrió y olfateó por todos lados pensando que se ganaría el premio. La liebre se puso tan nerviosa que entraba y salía por las cuevas y túneles del monte sin detenerse, sin fijarse, sin hacer lo que es propiamente buscar...

– ¡Todos dirán: la liebre la encontró! ¡La liebre la encontró, vamos a felicitarla! ¡Qué lista fue la liebre! –se repetía constantemente.

Cocay volaba bajo y despacito buscando con empeño; cuando se cansaba, se detenía y reflexionaba:

– Tengo que encontrar esa piedra: sin ella el señor mago no podrá curar. Reanudaba el vuelo y proseguía la búsqueda.


– ¡No necesito el premio! –exclamó de pronto el venado al encontrar la piedra–. No la devolveré; voy a esconderla donde nadie la encuentre –y se la tragó. Los enfermos tendrían que consultarlo; él pediría un pago por cada curación y se haría rico. Tal era su intención, mas sucedió algo inesperado: le dio un dolor tan fuerte que vomitó y huyó austado.

Los demás animales seguían buscando sin provecho; el venado no aparecía por ahí porque no quería saber nada de la piedra. Por fin, todos se cansaron y dejaron de buscar. El señor mago seguía afligido, asomándose por aquí y por allá.
El cocay se conmovió y volvió a buscar. De repente tuvo una idea: se sintió seguro de encontrar la piedra y voló inspirado. Llegó directamente al lugar en que el venado la arrojó por la boca.

Estaba muy oscuro, pero su deseo de ver los caminos eran tan intenso que una luz brotó de su cabeza para llegar al lugar y rescatar la piedra.
– Señor mago –dijo emocionada– una luz mágica me llevó hasta su piedra, ¡aquí la tiene!
– Esa luz será tu recompensa –dijo él agradecido haciendo un conjuro sobre cocay con su recién recuperado talismán:
– La luz saldrá de tu cuerpo en la oscuridad y te acompañará toda la vida.
– ¿Ah sí? –repeló envidiosa la liebre sin que nadie la oyera. Desde ese día siguió a la luciérnaga hasta alcanzarla:
– Enséñame tu farol, cocay.

La luciérnaga detuvo su vuelo. La liebre saltó para quitarle la luz y convertirla en un brillante para su collar, pero ¡zas! El manotazo apagó la luz y casi mató al pobre cocay. La liebre se asustó y corrió. El insecto anduvo en silencio mucho tiempo, sin prender su farol hasta que estuvo frente a la liebre; ésta pensó al ver la luz que le caería un rayo y se aventó al cenote. Cocay se rió mucho de la tontería. Desde entonces hasta los animales más grandes respetan a cocay pensando que tiene un prodigio en su farol.